Tuesday, April 28, 2015

Donald Davis: El encuentro en Pont des Anges



- Perdido en la miseria de un tiempo que no podré recobrar -

Ha pasado cierto tiempo desde la última vez que pasé por acá. Lo sé. Pero prometí que volvería, espero que hayas tomado eso en cuenta.

Cada celebración de nuevo año me hace sentir más ligero, más alejado de la tierra y de mi mismo. Es como si la corriente de los momentos pasados me llevara hacia un desenlace trágico, inevitable.

Los colores resonantes en el cielo, las risas conmovidas de las metas pocas que han sido y las lágrimas tímidas de las metas que probablemente no serán jamás.

El tiempo nos arrastra con fuerza y nos resta humanidad, poco a poco, terriblemente. Y ya ha pasado casi medio año más, medio año y poco más de tres meses desde que volví del viaje del cual les hablé a algunos pocos cercanos a la causa de mi familia.

La vida cansa por el hecho de ser vida y la candidez se disipa sin dejar rastro alguno de que alguna vez allí residió.

En enero tuve oportunidad de, finalmente, comprar el tan codiciado pasaje de avión con destino a Puerto Príncipe. El final de mi vida parece estar cerca y no podía dejar este pequeño sitio de relatos sin el fragmento escuálido de lo que viví en esa tierra foránea.

"Zanjosa" es el apellido del hombre que me guió una vez allá y fue él también quién me dijo por primera vez que la fijación que tengo con la muerte podía ser algo peligroso estando en Haití. Mis miedos son muchos y muy profundos pero lo oculto no forma parte de mis miedos, de hecho, lo oculto sólo funge de combustible para el insano motor de mis curiosidades.

Zanjosa me llevó en tiempo de una semana por las zonas que fueron más afectadas por el terremoto de hace unos años atrás. Conocí gente humilde pero poderosa y hasta probé comidas que en ciertas ocasiones pasadas juré que nunca intentaría probar.

Todo fue interesante, como siempre lo ha sido.

Y por supuesto, el Vudú fue una parte importante de mi visita. De hecho, el Vudú es la razón por la que, desde hace diez años atrás, había querido ir a la isla.

Hace diez años mi abuelo, hombre sabio y tenaz, me habló de un lugar terrible al que ningún hombre cuerdo se atreve a ir y en el cual reside la prueba misma de que el Diablo existe en este mundo terrenal nuestro. El lugar, me dijo, se llama "Pont Des Anges" y está alto en la colina más alejada del centro de Puerto Príncipe.

Como comprenderás, ese pequeño comentario llenó mi mente de imágenes y sonidos que hasta hace unos meses inundaban mis sueños placenteros y mis pesadillas también.

Zanjosa me advirtió que una vez que yo entrase en aquel lugar nuestra amistad terminaría para siempre. Y que sí salía con vida, él  jamás podría volver a tener contacto de ningún tipo con mi persona.

Todo esto ocurrió previo a mi visita, por correos electrónicos y sé que tal vez pienses que es un tanto radical pero no hay nada que aterre más a los haitianos que ese lugar. "El infierno sobre la tierra" como me gustaba llamarlo.

El camino de tierra es irregular bajo el sol inclemente del Caribe. A los lados de la vieja y descuidada carretera los bateyes rodeados de sal y las tiendas hechas con lona que dejaban ver las finas colecciones de animales desollados colgando de los techos de las mismas.

Los negros te ven pasar como si se tratase de tu funeral. No te ven a los ojos, parecen ver la sombra que te ha seguido desde el día que naciste y ven también como esa sombra avanza lentamente hacia su fin.

Un fin inevitable para ti y para mi también.

A lo lejos se divisa una construcción imponente que no parece haber sufrido  daños por la ira de la naturaleza pero que posee cicatrices profundas por los avatares del tiempo. Una mansión como ninguna otra que haya visto antes, Pont des Anges.

Zanjosa tomó un collar color rojo sangre y lo colocó sobre su pecho mientras el jeep destartalado avanzaba hacia el lugar. Sus ojos llenos de terror me vieron por última vez cuando me dijo que ahí dentro vive la criatura más peligrosa de esta dimensión y que ni los Loa podrían ayudarme una vez adentro.

El jeep se detuvo.

Le di un abrazo fuerte a mi amigo, le besé la frente y agradecí sus servicios de guía. No había palabras para explicarle la sensación que tenía latente en mi pecho, la extraña certeza de que entrar a ese lugar, de algún modo, sería caminar paso a paso hacia mi destino, hacia una especie de reunión de mi conciencia con el fin de mi vida.

Y así lo hice.

Oscuridad plena rodeándome y un olor a madera moribunda que caía sobre mi como rocío de una mañana veraniega.

Apreté el botón y mi linterna iluminó la sala de la imponente edificación. Candelabros rotos, mugre por doquier y una pesadez horrible, como si se tratase del calabozo en el que murieron mil esclavos o la fosa en la que arrojaron sus cuerpos desdichados. Pont des Anges es, de hecho, un lugar donde tus memorias son aplastadas por la tragedia que es el envejecer y tus miedos minúsculos se ven ante la historia horrorosa que soporta el peso de los tablones, de los pilares.

Todo eso lo esperaba de aquel lugar.

Una casa embrujada en la cima de la colina más apartada y más lúgubre.

Mis ojos se impregnan con lágrimas.

Mis manos tiemblan.

Yo no estaba preparado.

Nadie lo está.

Un ruido leve destrozó el silencio perfecto que me rodeó por horas en aquel lugar enorme.

Un ruido de pasos tímidos que se aproximaban a mi por la derecha, por el pasillo que llevaba a lo que alguna vez fue la cocina.

Pasos de un criatura pequeña, lenta, torpe.

Mi linterna apuntaba hacia el frente, hacías escalinatas putrefactas y mi corazón empezó a latir más rápido que nunca.

No quería iluminar el pasillo, no quería ver qué era aquello que se aproximaba con tanta parsimonia.

Y entonces...

La escuché.

Un balbuceo inteligible con una pureza inexistente y una aspereza casi absoluta.

Como el de un humano que lucha por tomar aire, como el de un perro que se ahoga en el mar. Un quejido, un lamento sordo.

Giré mi linterna poco a poco

Los pasos erráticos se aproximaban

Un gélido viento se apoderó de la construcción, como si el monstruo del pasillo trajese consigo a la muerte misma.

Entonces la vi.

Era una niña y vestía un elegante pero desgastado vestido antiguo. Su piel era verdosa y su cabello gris. Sus dedos estaban fuera de posición y sus pies llenos de sangre coagulada dejaban un rastro de enfermedad y muerte detrás de ella pero lo que más me impactó fueron sus ojos.

Unos ojos cubiertos por una capa espesa transparente y sucia como parásitos alimentándose de un manjar.

Caí al suelo de golpe, temblando.

La niña, el monstruo avanzaba vociferando el quejido, arrastrando toda la maldad del mundo, cortando más y más sus pies contra la madera podrida del suelo.

Cerré los ojos.

Regresé a la oscuridad plena, al único sitio donde me he sentido verdaderamente seguro desde que tengo conciencia.

El olor a enfermedad me golpeaba con fuerza los pulmones, mis lágrimas brotaban sin parar.

Zanjosa tenía razón.

Mi abuelo tenía razón.

Entonces colocó su garra sobre mi frente y gritó con fuerza desmedida una y otra vez

- Homme! -

- Homme! -

- Homme! -

Abrí los ojos y vi directamente en los ojos de ese monstruo vi el dolor y la agonía de un ser humano que había sido despojado para siempre de su mortalidad y vi el odio que la mantenía caminando los pasillos olvidados de Pont des Anges. Sentí el horror y la muerte, la nostalgia y la desesperación de una criatura que estaba ahí no por la maldad del hombre sino por la voluntad de un Dios antiguo que no es misericordioso, palpé la desesperanza y el abandono de una niña en las eras infinitas de una isla poseída.

La criatura agarró mi cara y pegó su frente contra la mía.

Ese era el momento.

El momento que tanto había esperado.

El momento de mi muerte.

Acercó su boca y la apretó contra mi pómulo izquierdo y dijo:

"Kúhhh...."

Me agarró fuerte la cara, como aferrándose a una roca en lo alto de una montaña...

Me aferré con todas mis fuerzas a su vestido, temblando, sangrando incluso.

"¡Kúhhhkenán!"

Un sonido agudo pero constante marcaba la distancia entre mi cuerpo y el mundo de los que ya no nos acompañan.

Abrí los ojos, Zanjosa estaba ahí, a mi lado, sus manos estaban llenas de sangre. Había un cuerpo a mi lado, parecía estar muerto.

¿Por qué no lo estaba yo?

Resultó ser que tuvimos un accidente en la carretera subiendo hacia la mansión. Una camioneta que bajaba por la colina perdió el control y nos impactó de frente.

El conductor de nuestro Jeep murió al instante, Zanjosa se fracturó el brazo derecho y yo sólo tuve un par rasguños en la cara y una costilla rota.

Zanjosa me advirtió que cosas malas le ocurren a las personas que se acercan a la mansión. Aún así, no puedo sacar el recuerdo de aquella niña de mi mente, su aroma de muerte, su sufrimiento y las palabras que me dijo.

Aprovecho este pequeño momento para preguntarte, y espero que seas, como siempre, honesto conmigo...

¿Qué sucedió en Pont des Anges?

Necesito ayuda y espero recibirla pronto. Por los momentos me retiraré, me dirijo a un lugar en el que no podré acceder a internet para checkear que estés bien o para ver sí has respondido a mi pregunta.

Me dirijo a Venezuela, a un Tepuy llamado “Kukenán”, tal vez allá podré entender qué fue lo que realmente me pasó aquella tarde en Pont des Anges.

Contigo siempre, Donald.

No comments:

Post a Comment