Tuesday, May 21, 2013

Maryland, 1849



No es mi intención narrar la extraña y dolorosa pérdida de un hombre arrepentido, tampoco traigo entre manos la respuesta a un misterio que parece ya haber quedado por siempre en el olvido, es un simple relato dedicado a aquellos que sumergidos en la penumbra de un cuarto sombrío leen las líneas de un apasionado genio a quien debo los inicios de esta humilde habilidad; ¡locura! Gritan algunos desde sus tribunas falsas, ¡grotesco! Gritan otros desde su abismal ignorancia – casi tan abismal como con la que Dios me ha condenado -  y aquellos otros que susurran gritando, que danzan al caminar, “¡Bravísimo!” esos que por vomitar adjetivos se sienten parte de algo que no es más que una simple máscara, una simple ilusión – un sueño dentro de un sueño quizás - . Y ahora con gran aplomo decido detener esta plegaria oscura para narrar la trágica historia del joven Dean Rain.

Fue aquella una tarde lluviosa – más de lo que esperaba – nos encontrábamos descargando la mueblería elegante de quien fuera duquesa de York en los viejos muelles de Maryland. Aquel era un sitio que desde pequeño me olía a orine y a tristeza, confieso que por esa misma razón decidí hace mucho tiempo ser marinero para la compañía Beckett, la tristeza me perseguía por doquier, era casi como una amiga, como una dama con quien podía compartir mis más terribles secretos; es incluso interesante notar que Maryland había sido poseída por las terribles sombras que deja la muerte en sus senderos inevitables, que tanta gente haya muerto en tan poco tiempo de tan horrenda enfermedad como lo es la tuberculosis… y que yo siga aquí, vivo. ¡Máscara de la muerte roja! - Aullaban los miserables en las calles- sangre que manchaba las sábanas de las familias, sangre que contagiaba la peste a culpables e inocentes.

Un bote de madera no era más que la ilusión de escape, eso al principio, luego se transformó en una maldición, debía existir otro escape, otra salida, aquella tarde lluviosa… 

La mueblería era tan pesada como las ideas y como el deseo de beber más ginebra, era tan desgraciada la duquesa que nos pagaba con alcohol, nada de piezas de ocho, nada de fortines ni monedas de plata, alcohol… era como recibir instrucciones para conseguir nuestro propio Entierro prematuro, ¿o no?  

Halábamos con fuerza las cuerdas que servían de polea para poner las pesadas piezas de madera en su posición correcta,  éramos ese chico pesimista llamado Dean y yo, siempre balbuceaba sobre todo lo que podría salir mal, siempre vociferaba sobre aquello con lo que no estaba de acuerdo, tratando de hacer molestar a los marineros y a los cargueros, lo que nunca entendí fue ¿por qué seguía ahí? ¿Por qué seguía danzando como un mono que baila por monedas? ,  halábamos con fuerza cuando de pronto una de las piezas cayó al agua con fuerza, era un tonel que parecía contener algo muy valioso dentro, Dean, empezó a burlarse del carguero que había fallado en su tarea de sostener el tonel, yo simplemente decidí saltar al agua – por muy fría que pudiese haber estado-  para asegurarlo de nuevo, para salvar lo que sea que haya estado ahí adentro.

Leía “Tonel de Amontillado” en la superficie – curioso nombre – pensé. Logre pasar la soga por debajo del mismo y amarrándola al soporte de candado hice la seña para que empezaran a elevarlo, ya estaba a punto de llegar a su destino cuando de pronto el Tonel se quebró y dejo caer cientos de monedas de plata, lo que vi a continuación fue sólo un instante de victoria, victoria por entender  con tal exactitud lo que pasa por la mente de los hombres que creen saberlo todo. Los marineros saltaron al agua para recolectar la mayor cantidad de monedas posibles, todos como bárbaros hambrientos y furiosos.

Y no pude ser la excepción, lo confieso, mis ganas de saborear el dulce licor del Bar Hopkins eran demasiado profundas para no robar un par de monedas, para no convertirme en lo que más odio en esta vida, lo que no pudo faltar, desde luego, era la voz quebrada e insegura de Dean Rain quejándose de los carpinteros que hacen esos toneles ingleses, vociferando que no hay poesía en la madera de los difamados que hacen de nuestro trabajo un pesar, criticando vox populi a los trabajadores de la leña por no poder construir un sencillo tonel que resistiese un poco de lluvia.

No era de mi agrado, de hecho, lo odiaba y soñaba con matarlo, a veces podía escuchar su corazón latir desde el otro lado de nuestra embarcación, “Annabel Lee” , quería degollarlo, pero, había una cosa, una pequeña cosa que teníamos en común, esa que no me permitía acabar con su vida. Éramos ambos fanáticos de ese escritor malhumorado, terco, violento y brillante llamado Poe.

Nuestras discusiones eran duras, a veces, terminaban en insultos, otras en golpes, huesos rotos, pero, había ocasiones en las que simplemente él se quedaba sin argumentos válidos para defender el porqué de sus razones, de sus ideas.

Todo quedó siempre – de alguna manera – dispuesto para que terminásemos en la taberna del Viejo Valdemar, ya saben, ese viejo de la calle Morgue, ése a quien inculparon del horroroso doble homicidio en el cual perdieron la vida la señora Roget y su hija; El viejo Valdemar parece loco pero no pasa de ahí, el hombre presentó su propia defensa ante el jurado, por supuesto que nosotros seguíamos asistiendo a su taberna, digamos que era, “exclusiva” de algún modo. ¿Cuál no sería la sorpresa de todos los chismosos y malhablados cuando fue revelada la verdad? Que el culpable de esos terribles crímenes, Los crímenes de la calle Morgue, habían sido perpetrados por un gorila el cual se había escapado del zoológico unos días atrás. La gente de Maryland no es muy entusiasta, ni es de muchos prejuicios, pero  al viejo Valdemar todos, absolutamente todos, le tenían miedo.

Aún así era nuestro lugar favorito, el viejo nos esperaba siempre con sus jarras de acero alemán, con su ginebra de York y lo más importante con los mesones listos para nuestras próximas discusiones de ebrios y vagabundos, en fin, era como nuestro hogar, como nuestro pequeño reino junto al océano, justo ahí, en Maryland.

Entramos aquella tarde en la taberna, todo parecía estar en orden, la luz tenue de las lámparas de gas, el olor del delicado hilo de humo negro que éstas despedían, la madera mohosa y los borrachos de siempre, esas almas en pena que buscan olvidar todo sumergidos en el delirio de un vicio que transforma hasta a los más nobles caballeros en bestias desencadenadas.

Dean tomó la primera jarra y derramó cerveza tanto en su vieja camisa de algodón desgastado como en la crujiente madera que se mantenía firme aún después de tantas trifulcas, de tantos problemas. El sabor amargo dejó de ser un simple sabor y se tornó en algo más, en una sensación cálida que recorre la espalda y se apodera de los sentidos – Emerson es un hipócrita bandido, un plebeyo - ¡Calla, muchacho insolente! – Gritó Valdemar desde el otro extremo de la taberna, - Emerson es un maestro -.

- Nadie como Poe, viejo loco, tenemos que admirar sólo dos tipos de escritores estos días, los nuestros y, por supuesto,  a los franceses; verán que en los periódicos de esta semana aparecerán publicados uno o dos cuentos de un joven escritor francés de apellido Verne, es magistral, ya tuve oportunidad de leerlos en nuestra pequeña parada en Paris, se los recomiendo con el alma, no como esos cuentos de segunda mano que buscan ser como los grandes, como Poe, como Stevenson… - Dijo el joven arrogante.

El aire empezaba a ponerse tenso, quizás un poco más de lo normal, sentía cómo la sensación de desagrado y repugnancia empezaban a apoderarse de mí, era la cruzada que debía enfrentar cada vez que tocábamos puerto en Maryland, era la maldición de tener a tan vil espíritu cerca de mi balbuceando sandeces por doquier, vociferando su profunda inmadurez a los cuatro vientos, eso y la tentación de la ginebra clara y de la cerveza ámbar, todo siempre fue tan complejo, siempre tan complejo…

El sonido de los truenos inundaba hasta al último y más inmundo de los callejones Baltimore, la lluvia amenazaba una vez más la causante de retrasos en las entregas de mueblería a lo largo del país,  clientes empapados entraban asustados en la vieja taberna narrando historias de dolor y desagrado, todo aquello producto de la terrible tormenta y de los truenos, y de los truenos…

¿Qué te pasa? No vas a discutir conmigo? – Me preguntó un ebrio Dean Rain que empezaba a mostrar signos de violencia – Volteé mi mirada y le vi  directamente a los ojos,  aquellos ojos llenos de amargura y desdén, y sólo pronuncie una frase – mi frase favorita – nunca más…   

El joven Rain, molesto, se puso de pie y tumbando un par de sillas gritó – ¿Qué carajo hace un marinero creyendo que es capaz de utilizar palabras de Alan Poe? ¿Qué carajo hacen ustedes leyendo esos periódicos de mierda? Nadie hace nada bien aquí, nada de esto está bien, esta maldita ciudad y su maldita lluvia, el puerto, La caída de la casa de Usher y ahora esta burla… ponte de pie, marinero y enfrenta a tu destino…

Dean Rain subió los puños y empezó a tambalearse como podía de un lado al otro, el alcohol etílico había hecho de este muchacho desganado y de aspecto extraño, un bufón sin coordinación alguna. A lo que yo respondí: nunca más… 

¿Cómo te atreves maldito insolente? , ¿Qué acaso no ves lo grande que es él y lo diminutos que somos nosotros? – entonces Dean se montó en uno de los largos mesones rectangulares y sacó de su cinturón un viejo revolver, cargó el arma y empezó a apuntar a todo aquel que estuviese en su campo visual. La gente, por muy ebria que estuviese, no vaciló en lanzarse al suelo – siempre cuidando que no se derramase ni una gota de licor – para evitar despertar el clímax de la ira de este melancólico personaje aturdido por la vida y por él mismo… - Ya veo, así que no vas a decir nada más, ¿cierto? ¡Cobarde! Como todos en esta taberna del infierno, ¡cobardes como víctimas de La muerte y el péndulo! – Dean Rain estaba enfurecido, su locura nunca había llegando tan lejos, ¿o sí?

De pronto, una figura sombría entró a la taberna, era un hombre de mediana estatura que vestía un desteñido y empapado sobretodo negro, sólo contrastado por el elegante pañuelo blanco que sobresalía justo debajo de su manzana de Adán, un fino sombrero  de ala corta que dejaba caer gotas apresuradas que buscaban refugiarse debajo de los tablones,  guantes de cuero negro y zapatos gastados.  Su rostro, el único elemento que no pude detallar.

El hombre, con una voz grave, dijo – Deja de hablar estupideces, no conoces ni a Dios ni a la suerte, ¿qué has escrito tú? ¿Qué podrías saber tú? Bájate de esa maldita mesa de madera y deja que podamos tomar cerveza en paz.

Dean, temblando del frio, movió el cañón de su arma hasta apuntar al pecho de aquel misterioso hombre, - Pide perdón por lo que has dicho, maldito vagabundo, ¡pide perdón o muere!
¿Que pida perdón? – preguntó el hombre.

Exactamente, maldito insolente
ignorante y borracho

A lo que el hombre respondió: Nunca más…

El sonido de la bala aturdió a todos los que estábamos presentes, un trueno más en el cielo atormentado de nuestros días, un momento de locura que estalló en sangre, una acción desmedida de un muchacho quien creía estar por encima del bien y del mal

Corrí a toda velocidad hacia el pobre desdichado, me arrodillé y tome su cabeza; el hombre sufría pues la bala había atravesado su esternón, tal vez había incluso rozado el corazón, un Corazón delator del más horrible crimen que esa taberna haya presenciado jamás…

Con las manos llenas de sangre y las rodillas raspadas por la vieja madera vi directamente a los ojos de aquel pobre diablo, entonces el terror se apoderó de mi, ¿era acaso posible? 

- Dígame, pobre hombre, dígame cuál es su nombre, por favor – 


A lo que el hombre respondió: Edgar Allan Poe.  

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