Sunday, June 17, 2012

El banco, el farol y su luz blanca



La luz blanca aniquilaba mis ojos, el frío era intenso, tal vez porque era invierno, o porque sufría bajones de tensión constantes. No podía recordar cómo había llegado hasta aquel banco desolado, junto a ese farol, bajo su luz blanca, en aquella calle maldita…

La verdad era que todo se presentaba ante mí como vidrios empañados del pasado que no creía poder descifrar. Me senté, vi de un lado a otro pero la calle estaba total y completamente sola, los edificios parecían arboles gigantescos, sombríos, lúgubres; la neblina gélida se burlaba de mis piernas, las hacía temblar a su merced, tenía miedo, sí, pero, ¿de qué?

A la soledad tal vez, no me atrevía a levantarme de aquel banco, no quería siquiera pensar en lo que pudo haber sido, ni en lo que podría suceder luego, sólo quería quedarme ahí por siempre, solo, o por lo menos sin esa sensación macabra de que alguien observa desde allá, desde la ventana del tercer piso.

Tal vez un hombre me trajo hasta acá porque de nada le sirve un borracho a un bar, tal vez fui víctima de un terrible procedimiento quirúrgico del cual todavía no me he percatado, el horror, el miedo… Quizás esa ventanita de marco blanco putrefacto, de cortinas sin color esconde al asesino, al cirujano, al monstruo.

Mis sentidos se agudizaban, escuchaba a lo lejos el perenne estruendo del vacío, una impía calma que se apoderaba de los senderos desconocidos, intransitados de mi imaginación, la preocupación de mi propia existencia en aquel banco, debajo de aquella luz blanca insolente, mortal.

De pronto sentí que me observaban, primero,  desde el apartamento del piso tres, ese del edificio que estaba cruzando la calle en una línea simétrica perfecta que se posaba enfrente de mí, luego, a la derecha al fondo de la calle nublada, en seguida pasó a estar detrás de mí, ahí presente respirando muy cerca de mi cuello, esperando el más leve movimiento de sospecha para realizar la estocada final. Podía sentir cómo el flujo de sangre en mi cuerpo aceleraba, cómo los músculos de mis brazos y cuello se tornaban tensos, algo estaba pasando, alguien estaba observando, esperando, esperando.

El metal frío que acompañaba a mi corazón se hizo evidente, saqué el delicado frasco de escocés y tomé un trago seco que me ayudaría a aclarar la garganta, sentí cómo el líquido bajaba suavemente por el esófago generando una molestia creciente, no pude contenerlo, por más que intenté, por más que me aterrorizaba revelar mi presencia a las criaturas solemnes de la noche, tosí.  

Un eco espantoso recorrió la calle de extremo a extremo, nada más sucedió.  Nadie ni nada parecía reaccionar, todo seguía terriblemente silencioso, con un esfuerzo casi nulo era capaz de escuchar mi propia respiración, atorrante, trancada. Sentí ganas de llorar, lo admito, pero fue entonces cuando lo escuché.

No sabía qué pensar, si huir de aquel lugar de pesadillas o quedarme, evitar una muerte lenta, un susto que recordaría por el resto de mis días.-  ¿Hombre o algo más? – pensé, mientras veía a lo lejos una figura obnubilada por los efectos de la bruma endemoniada, una figura que pronto reveló ser un anciano quién traía un baston de esos que utilizan los ciegos, “pick, pick, pick” podía escuchar los leves golpes que daba aquel bastoncillo contra la piedra congelada del suelo, aquel anciano traía un chaleco negro, unos pantalones desteñidos grises y un sobrero de ala larga que parecía ser vino tinto, “pick, pick pick”.

No tenía forma de saber qué hora era, no había recuerdos, ni alegrías sólo la luz blanca, el banco y ahora el anciano y bastón de lazarillo. Caminaba muy lento y de una manera muy peculiar casi como si estuviese a punto de perder el equilibrio por completo, de pronto se detuvo, volteó como si pudiese oler o sentir algo y se aproximó hacia el banco, hacia la luz blanca.

Aterrorizado por aquella imagen guardé lentamente la botellita de escocés en el bolsillo desahuciado de mi chaleco, respiré profundo y cerré los ojos con fuerza, eso tenía que ser una pesadilla.  Al abrirlos el anciano ya no estaba en la calle de enfrente, ¿a dónde se había ido? De pronto sentí como una mano gélida y delgada cayó sobre mi hombro, recorrió la totalidad de mi clavícula se detuvo y se devolvió hasta el hombro, haciendo el mínimo movimiento bajé la mirada para observar aquella rareza, una garra desgastada por el tiempo, llena de arrugas y venas azules, una mano espantosa, la mano del anciano.

Caminó dos pasos cortos, escurridizos y se sentó a mi lado en aquel banco, bajo aquella luz blanca, sentía que el arcaico ser quería decirme algo, decirme algo con la mirada perdida, con los ojos casi completamente blancos que inspiraban un horror tremendo, ¿qué quería decirme?

El anciano empezó a hacer sonidos que no tenían sentido alguno, su garganta se esforzaba por pronunciar palabras ahogadas por el sufrimiento de su condición, sus mano derecha agarró fuertemente mi brazo haciendo una presión inhumana, y fue entonces cuando lo ví directamente a los ojos, muy cerca, muy cerca estaba el horror.

Una profunda tristeza, un abismal sufrimiento adornado por gestos de asco y de miedo, sonidos incoherentes, sobrenaturales, aquel anciano estaba muriendo y no pude hacer más que gritar, gritar alaridos de desesperación mientras corría y me alejaba de aquel espantoso monstruo del sufrimiento, corrí y corrí a través de la bruma, todo parecía estar cada vez más oscuro y más frío.

Avanzando con tiernas lágrimas de des desesperación en mis ojos podía sentir cómo la vida y el tiempo se escapaban de mis manos, fue entonces cuando vi a lo lejos un lucerito de esperanza, entre toda aquella oscuridad un tímido cúmulo de luz que a lo lejos vivía. Corrí con todas mis fuerzas, me acerqué más, más y más.

Al llegar observé que estaba en una calle con varios edificios de lado y lado, la luz era blanca y provenía de un faro, y al lado del farol había un banco, parecía un buen lugar para esperar, para descansar.  Parecía un buen lugar para olvidarlo todo, por siempre.

La luz blanca aniquilaba mis ojos, el frío era intenso, tal vez porque era invierno, o porque sufría bajones de tensión constantes. No podía recordar cómo había llegado hasta aquel banco desolado, junto a ese farol, bajo su luz blanca, en aquella calle maldita…