Monday, July 28, 2014

El extraño incidente de la cueva en otoño




Este relato en particular me hace sentir triste pues trae ideas del pasado que deberían quedar por siempre enterradas entre los escombros de mis recuerdos, ya sabes, entre los montones de ideas horrorosas con las que he sido condenado a vivir. Una vida llena de ilusiones gigantescas, un tiempo inflexible que siempre está presente y atento para desgarrar el tejido fundamental de nuestro moribundo espacio. Un miedo infinito a quedar por siempre atrapado en el reino de esta criatura que me persigue desde que tengo uso de razón.

Y, por supuesto, este llamado fuerte pero reservado a aquellas almas maravillosas que están allá afuera, lejos de la pesadilla que es vagar en esta mente monstruosa. A aquellas personas que no sienten miedo, a aquellos que están ahí, indolentes e incrédulos.

Hace no mucho tiempo decidí caminar por el bosque que se encuentra detrás de la casita de la señora Alana. Mi madre siempre me advirtió sobre el bosque, ella me dijo que en él habitaba una criatura espantosa cuyo origen era incierto y cuyo fin era el horror.

Yo nunca creí sus historias. Siempre pensé que se trataba de algún argumento para que los niños del pueblo no se escapasen a explorar aquel lugar desconocido y aunque no creía las historias de mi mamá, me tomó setenta y cuatro años tomar la decisión de aproximarme un poco a los gigantescos cedros y a los insectos que ahí habitaban.

Una criatura tan terrible no puede habitar en un bosque tan bonito, ¿No crees?

Siempre he creído que vivimos en una constante pesadilla. No me mal interpretes, por favor, no me refiero a que nuestra realidad sea precaria o terrible. Me refiero a que el mundo es un lugar lleno de bosques oscuros e historias aterradoras. El mundo está lleno de monstruos.

Avancé guiándome por un sonido bastante extraño, parecía como si alguien hubiese estado preparando una fogata, ya sabes, ese sonido particular que hace la madera cuando se quiebra por la presencia de llama. Me guiaba por el sonido y por el olor a madera ahumada.

Seguí aquel sonido tanto como pude.

Seguí aquel sonido tanto que no recuerdo los detalles.
Lo seguí y llegué entonces a la entrada de lo que parecía ser una cueva olvidada por el tiempo y por los hombres, y en la entrada de la cueva había una figura, un figura humana.

Era un joven de unos aproximadamente, treinta y dos años. Él estaba de pie frente a la entrada de la cueva. Caminé y me detuve a su lado. Sus ojos miraban fijamente el interior de la estructura natural como si él hubiese podido ver algo en la inmensidad de aquel abismo oscuro.

Por alguna razón que no logro comprender, sentí que no debía enunciar palabra alguna. Sentí que romper la mirada de aquel joven podría significar algo terrible tanto para él como para mi. Sentí, en ese momento, la sensación más extraña, que aquel hombre no podría responderme. Que él no estaba ahí, que veía hacia el interior de la cueva porque no había nada más que él pudiera hacer.

Estaba solo.

Probablemente, muerto.

Di un par de pasos hasta la línea que dividía el mundo que apenas comenzaba a explorar de la eterna oscuridad húmeda que era aquel sitio tenebroso y entonces escuché con detenimiento.

La madera sollozante seguía presente. El sonido provenía del interior de la cueva.

Di un par de pasos más hacia el frente, y entonces, la oscuridad plena se apoderó de mi y de mis pensamientos.

No había vuelta atrás.

Nunca había sentido un ambiente así en mi vida. El aire era pesado y gélido. Como si se tratase de una gran bóveda de algún tipo o una fosa enorme donde el viento no prospera. El suelo se sentía blando y resbaloso.

Traté de caminar apoyado sobre una de las paredes. No podía ver nada, la luz del mundo que había dejado atrás no se atrevía a entrar. Yo sabía que la luz era tímida, y sabía que aquel joven de la entrada nunca volvería a sonreír. Yo debía encontrar el origen de aquel sonido infernal.

Caminé lo que calculo fueron aproximadamente tres mil doscientos cincuenta y sitie pasos en la total y plena oscuridad. Avancé un poco más.

Entonces, a lo lejos, un tímido color apareció.

Era un tono de ámbar suave.

Tan suave que parecía ser una ilusión del pasado pero a medida que avancé el delicado color se hizo más y más evidente. El origen del mismo, me dejó completamente paralizado.

La cueva tenía justo en ese punto una compleja estructura de madera construida para lo que parecía el propósito de mantener la roca firme y de pie. Parecía el comienzo de una gigantesca mina de diamantes, o de una construcción muy antigua; y fue entonces cuando lo escuché.

Una cadena de notas musicales se escondía por debajo del crujir constante de la madera moribunda. Era un piano cuyo origen desconocía. Un sonido latente que escuchaban aquel instante por primera vez. Una sensación de lejanía que se acercaba a mi con una furia incomparable.

Entonces afiné un poco más la vista pues ya había pasado un buen rato en la oscuridad y logré definir a lo lejos la forma de otro ser que me acompañaba en el abismo. Estaba de espalda, tocaba el piano.

Su cuerpo era delgado, estaba cubierto por una tela brillante de color esmeralda intenso. Las notas eran tristes, probablemente las más tristes que jamás haya escuchado. La criatura – como la llamé – tocaba y yo sólo la observaba. No quería que aquel momento culminase pues nuestros miedos parecían no ser extraños entre sí. Aquel ser de lo imposible tocando música para un extraño, para mi.

Di pasos cautelosos para acercarme a él y escuché también entonces su respiración ausente y un quejido perenne, los latidos de su raro corazón.

La criatura se detuvo.

La cueva y mi alma quedaron en absoluto silencio.

La criatura se puso de pie.
Era, probablemente, tres veces más alta que yo. Sus brazos eran largos y pálidos como la nieve y su rostro era de piedra y oro, sentí como si la cueva misma viviese a través de aquel ser espeluznante.

Dio un par de pasos adelante.

Se inclinó y quedamos cara a cara.

El monstruo y yo.

El fuego, el crujir, era su voz. No había nada mas que yo pudiese hacer, aquella era mi hora, yo no quería avanzar más. Entonces la bestia colocando su mano gélida sobre mi pecho, me preguntó…

¿A qué le temes más en el mundo?

Tragué saliva lentamente.

Mis piernas temblaban sin control.

A la nada – Respondí.

Yo soy la nada – dijo él

Entonces a ti es a lo que más le temo en el mundo.

El oro incrustado en mi rostro son los tesoros de mil y un hombres que buscaron con terror su salvación en lo más profundo de esta cueva.

El oro no me importa.

Los ropajes que llevo son los caminos perdidos de las almas que bajo este mismísimo suelo reposan.

He estado perdido toda mi vida.

Y esta voz quebrada el dolor de tantos otros como Alana.

El dolor es inevitable.

¿Quién eres viajero de todas las respuestas? – preguntó entonces la bestia.

No sé quién soy y en este camino perdido y oscuro, después de setenta y cinco años vengo a verme en tu rostro monstruoso para darme cuenta de que aún vagando por esta cueva terrible puedo enfrentar los miedos que duermen en la oscuridad. No conozco la envidia ni el rencor, tampoco temo a las amenazas de los vivos que miran fijamente hacia la oscuridad sin saber que en realidad ellos ya han muerto.

Toma pues mi lugar y déjame andar allá donde la luz se hace tenue y las criaturas danzan ignorantes.

No podría – dije.

Pues soy más que la nada y este, este es tu lugar.

Entonces la bestia se dio media vuelta, se sentó y siguió tocando la melodía triste que tanto le hacía recordar aquellos tiempos en los que fue algo o alguien.

La criatura, espléndida en sus ropajes esmeralda desapareció entre las sombras sollozantes de la caverna y mi alma quedó petrificada al sentir que ya nunca más lo volvería a ver.

Entonces desperté.

La luz de la luna entraba por la tímida ventanita de mi habitación. Podía escuchar a las criaturas del bosque, a la brisa de otoño que tumba las hojas naranjas, podía sentir el frio de aquella madrugada y a lo lejos siempre presente estaba el sonido del crujir inclemente, la melodía tímida del condenado de piedra y oro.

Podía escuchar, como siempre, la voz de la nada retándome, seduciéndome para que alguna madrugada como esta, me decida y vaya hasta su ancestral aposento terrible y tome su lugar, por siempre tocando el piano para los desdichados que mueren sin saberlo.