Friday, June 28, 2013

El buscón



Una vez más me enfrento a esta bendición, a una tarea que, si bien es muy controversial, debe ser llevada a cabo. Es mediodía y me pregunto, ¿Será posible que el sol deje de ponerse en lo más alto del cielo? ¿Podrá ser roto alguna vez el ciclo de lo inevitable? Por supuesto, querido lector, debo decirte que no soy yo quien trae las respuestas en este humilde escrito, no soy yo quien decide, y no eres tú quien está condenado de por vida al miedo. Sólo vengo a narrar la historia de uno de mis sitios favoritos en el mundo, un cuento que nunca olvidaré, no mientras siga aquí, no mientras sepa que existen los sueños y las pasiones. Pido precaución puesto que lo que estás a punto de leer puede ser extrañamente fantástico e inocentemente mortal.  Ésta, querido lector, es la historia de El Buscón.

Grandes mentes de la realidad caraqueña rondan los amplios espacios del Trasnocho Cultural, ya sabes, el de Las Mercedes. Muchos en busca de esa chispa creativa que Dios les ha regalado; de vez en cuando se sientan en las elegantes poltronas cuadradas que se encuentran justo frente a los posters de las películas recién estrenadas; otras veces caminan un tanto abrigados para que el frio aire acondicionado no les haga sentir incómodos. Algunas personas asisten a las interesantes  galerías de arte que están en el fondo, allá donde las luces se hacen tenues. A veces se topan con una buena obra de aquel genio olvidado llamado “Cabrujas” y tienen la oportunidad de vivir con intensidad un momento íntimo en el arte, otras veces sólo se sientan en el espectáculo de colores, olores y sabores que es “Kakao”, y déjenme decirles, un chocolate caliente nunca podrá ser tan bueno en una tarde lluviosa, pero, hay unas personas, unos individuos que deciden entrar en la librería, en El Buscón.

Estanterías verdes que sostienen obras literarias de las muy antiguas y de las muy recientes también. El misterio de cada uno de los pequeños pasillos coquetos en los que tanto les gusta corretear a los lectores que están creciendo, bustos de los más grandes exponentes de la música clásica, Ludwig Van Beethoven, Amadeus Mozart y, por supuesto, Joan Sebastián Bach. Buenos hombres, buenos amigos.

Luces color ámbar que dibujan la silueta de todo aquel que pasa por un libro, luz que dibuja el momento más íntimo de la lectura reflexiva, pequeños regalitos y suvenires de la cultura mundial y un anciano a quien todos amaban, El viejo Irlandés.  Daniel O’ Banner, era su nombre,  pero todos le llamaban, como les he dicho,  “El Irlandés.”

Desde hacía ya mucho  ese anciano había llamado mi atención, todos los días, religiosamente, entraba en El Buscón a eso de las diez de la mañana, buscaba un lugar tranquilo en el cual colocar su sillita de metal plateada y desayunaba un pequeño ponqué, uno de esos sabrosos “once once”; luego, sacaba su elegante instrumento, su Strauss de madera ahumada y empezaba a inundar la hermosa tienda con notas alegres o nostálgicas, dependiendo del clima.

El irlandés fue siempre para mí un hombre misterioso puesto que nunca logré escuchar su voz, era como si, enamorado de su violín, ese hombre podía hablar a todos los presentes, a veces con discursos muy felices pero otras con confesiones nostálgicas, en fin, el viejo le daba un toque mágico a la tienda.
Recuerdo que aquel día recibí una nota un tanto triste, debía hacerlo. Hay un momento en la vida de todo ser en el que entiende que a veces hay que hacer cosas que no quiere hacer, eso, claro está, dentro de un contexto individual – es mi trabajo, no hay nada que pueda hacer para evitarlo y debo ser responsable – pensé.

Debía ir para El Buscón, sentía que tenía que entregarme al azar antes de hacer mi trabajo,  - ¿Quién sabe? Tal vez me tope con un libro que cambie mi vida en este tiempo, o tal vez logre escuchar la voz del viejo irlandés, ¿Quién sabe?.

El trasnocho en la mañana es como un niño, ávido de conocimiento, ansioso por todo lo que le espera en el futuro, en el día; con ganas de jugar y de disfrutar al máximo, siempre con su inocencia característica.
 ¿Cómo no ser romántico sobre ese sitio?

Eran las nueve y cincuenta y nueve de la mañana y ahí estaba el viejo, caminando hacia El buscón con su fino estuche y su sillita cromada. Debo admitir que seguirlo era una idea que siempre pasaba por mi mente, pero, como vivimos en este mundo tan organizado y polarizado decidí entrar, una vez más, como el cliente asiduo que siempre fui y seré.

Los pasillos de ficción son los primeros que atrapan mi imaginación, los cuentos de Poe siempre han sido mi delirio, desde que lo conocí me he preguntado, ¿cómo es posible que ese hombre, un simple hombre del siglo XIX sea capaz de entender de manera tan profunda esta melancolía que siempre he sentido? – Esos cuentos son mágicos.

Las historias cortas de Lovecraft, esas que te hacen pensar y mirar a los lados,  e incluso las narraciones del fantástico Sherlock Holmes de Doyle, nada podría ser mejor… 

- ¡Ajá! El sabueso de los Baskerville – dije con ánimo para mí mismo. De pronto, las campanitas sonaron, anunciando que un nuevo cliente había llegado y, justo en ese momento, O’Banner empezó a tocar una melodía suave, una melodía que parecía acompañar, cual compañero de ballet,  a la dama que justo empezaba a caminar hacia el pasillo de ficción, mi favorito.

Debo decir que pocas veces, muy pocas veces un ser humano logra sorprenderme de tal manera, recuerdo que  con el simple hecho de hablarle, mi día pasaría de ser triste y melancólico, a ser más llevadero e incluso interesante, había algo en ella…
Lo que recuerdo con más precisión era su cabello,  castaño oscuro cual suelo de otoño y sus ojos, aquellos ojos inocentes pero a la vez llenos de magia; era una dama de estatura media, o quizás baja, de tez blanca y movimientos serenos, la verdad es que logró llamar mi atención y apuesto a que la tuya también.

Se paró justo a mi lado, como si fuera cosa del destino, y se puso en punta de pies para lograr alcanzar un pequeño relato fantástico de Charles Dickens, ese que habla sobre la navidad. De pronto, con cautela de no parecer más extraño de lo que ya puedo ser, traté de dar un paso hacia atrás, pero tumbé unas historietas, lo que llamó su atención de inmediato. Volteó su mirada hacia mí y sonriendo se agachó para ayudarme a levantarlas, - disculpa – le dije, a lo que ella respondió entre risas – tranquilo, me pasa todo el tiempo,  Ámbar, mucho gusto.  Sí, a mi también, no puedo evitar ser torpe a estas horas de la mañana.

Me pareces conocido,  ¿Acaso te he visto antes? – preguntó la muchacha. No lo creo, en realidad me la paso aquí leyendo y nunca te había visto – respondí.

Un ser tan dulce, tan honesto, sin duda alguna ella estaba ahí por alguna razón…

Disculpa, tal vez suene un tanto extraño pero, ¿me permitirías invitarte una taza de chocolate caliente? Está cayendo un terrible aguacero allá afuera y no puedo salir al trabajo, por lo menos no mientras esté lloviendo de esa manera. Ámbar me vio con esos ojos curiosos, creo que al principio lo dudó, tal vez por el tema de que éramos completos desconocidos, o tal vez porque la misma idea pasaba por su mente, yo, por supuesto, quería hablar con ella, hacerle varias preguntas de literatura, de la vida misma, de esas cosas que a ratos contemplamos como ideas hermosas que pasan por aquí y por allá.

Bueno, sí, ¿por qué no? – respondió con su tenue voz. ¡Vale! Muchas gracias, déjame pagar este libro y vamos.

Así lo hice, compré un pequeño ejemplar de Tolkien y me dirigí hacia la puerta. ¿Sabes, a veces me siento y pienso que tal vez el destino existe, y que todo lo que hacemos está de algún modo u otro, premeditado, escrito – comenté en nuestro camino hacia Kakao. Ella soltó una risita poco humilde y me dijo que todo lo contrario, que nosotros hacemos y construimos nuestro propio destino.
Quizás el ser humano tiene alguna clase de fuerza sobre aquello que le depara el futuro, quizás sea una ilusión, ¿quién sabe?

Ámbar caminaba bajo las luces tenues del Trasnocho, la combinación de su cabello y sus ojos era sublime, al pasar, dejaba una estela de gracias y de armonía, ¿De dónde provenía tanto equilibrio?

Entonces ocurrió… - ¿Cuál es tu pasión más grande? – me preguntó. Pues, no tengo, no creo tener ninguna pasión específica; pero tengo un trabajo. Un trabajo único que debo cumplir con mucha responsabilidad. Ella parecía no entender lo que le había respondido, su rostro cambió, ahora ella se encontraba preocupada.
¿Cómo no vas a tener una pasión? Eso es lo que mueve a los hombres, la pasión, la búsqueda de algo más grande, algo que se combina con tu espíritu y trasciende… vi que leías a Poe, y, él era un gran apasionado de la muerte, ¿Acaso no eres tú un gran apasionado de Poe?


No lo creo. En realidad Poe siempre fue un hombre desafiante, desafiante de todo lo que le rodeaba, para mí fue una gran lastima tener que apartarlo, pero, ya sabes, la continuidad de Poe, la trascendencia, como le llamas, ocurre con obras como Sherlock Holmes, puesto que sin un Edgar Allan no hubiese podido haber un Arthur Con
an. 

¿Apartarlo? ,  bueno, pero debe haber algo, algo or más pequeño que pueda ser…
Entonces entramos en Kakao, las luces rosa cubrieron nuestros rostros, podía sentir cómo el aroma del dulce chocolate cautivaba todos mis sentidos, los leves tonos de las conversaciones, las risas, los llantos, las confesiones, verdades todas de personas que disfrutan el pasar del tiempo, que hacen lo único que realmente importa, ser felices.

Bueno, aquí estamos, si quieres toma asiento, Ámbar, mientras yo te compro una taza de chocolate. - ¿Seguro? Yo podría… -  Seguro, la interrumpí. 

Por supuesto que no era amor lo que sentía, muchos menos atracción, puesto que, como entenderás no puedo sentir, pero, había algo que me llevaba a conocer más a este pequeño e indefenso ser que con tanta valentía defendía los teoremas de las pasiones humanas, ¿un mensaje tal vez?  ¿una idea?
Aquí está, espero que lo disfrutes muchísimo, creo que no hay mejor chocolate en el mundo.

Entonces una sonrisa se dibujó en su rostro, como si ella supiera algo, como si estuviese evaluando mis movimientos, mis pesares.

 De pronto, un señor mayor, Isaac Duarte,  de sesenta y tres años de edad cayó aparatosamente en el suelo, su vida se alejaba de él, pero no era su hora, aún no era su hora.

Ámbar trató de levantarse pero tomé su mano con rapidez, ella no entendía que estaba sucediendo, pudo sentir, por primera vez , pero no por última, la fría temperatura de mi mano sobre la suya, me miró fijamente a los ojos preocupada y asustada, yo sólo tuve que decirle: No es su hora, es sólo un infarto, él estará bien…

Ella, petrificada, observó por encima de mi hombro cómo revivían al anciano y cómo mi predicción se cumplió al pie de la letra, Isaac Duarte fue atendido y luego salió caminando del recinto. Ámbar empezó a sentir miedo, no entendía lo que había sucedido. Para ese pequeño momento había sólo una cosa que me preocupaba, que aquel evento no cambiase el sabor de su chocolate, que no le diera un tono amargo a nuestra cándida conversación.  

¿Cómo?  - preguntó estupefacta.  Hay cosas que uno percibe, fue una corazonada, nada más. Está demás decir que no creyó lo que le dije, así que traté de seguir nuestra conversación.
Dime una cosa, yo ya te comenté que más que una pasión, yo tengo un trabajo pero tú, dime, ¿Cuál es tu pasión?

Ella volvió un poco en sí – aunque sabía que aquella escena nunca saldría de su mente – Volteó hacia la pared de vidrio que descubría al trasnocho y se concentró en un punto fijo del panorama. Tomó aire y dijo algo que nunca olvidaré: El cine.

El cine es vida y muerte, es un escape y a la vez un recordatorio de que estamos aquí, en este mundo, por una razón. El cine es un arte elevadísimo que enriquece el espíritu humano, ¿cómo no ser romántica sobre el cine? Leone, Del Toro, Hitchcock, Tarantino, todos hacen que nuestro mundo se mejor, ya sabes, contando esas historias que nos acompañan a todos lados...

Que te acompañan – respondí de manera tajante.

¿Qué acaso no recuerdas escenas en tu día a día? – preguntó ella sorprendida.En realidad no, es que, verás, he conocido a muchos directores pero nunca he tenido la oportunidad de ver una película, jamás he entrado en una sala de cine.

Recuerdo que la expresión en su rostro varió y pasó desde la incomprensión hasta la molestia, e incluso, un tanto de emoción… ella vio en ese momento la oportunidad de hablarme de primera mano sobre lo que la hacía sentir viva, ella pensó en ese instante en que fuésemos al cine, a ver una película, mi primera película.
De un sorbo lleno de emoción terminó su chocolate y me miró a los ojos. Vamos a ir al cine, quiero que veas por ti mismo todas esas cosas que acabo de contarte, ¿tienes tiempo?

Aún no podía ir a mi trabajo, no era la hora, todavía podía compartir más con aquella interesante persona, con Ámbar.

Caminamos con cierta prisa hacia las taquillas, fue en ese entonces cuando sentí ese olor característico que se encuentra en las taquillas de cine, el olor a palomitas de maíz recién hechas, debo confesar que ese olor es único, creo que esa, mi primera ida al cine, comenzó de manera fantástica sólo por ese humilde hilo de aroma alocado, de aroma a palomitas de maíz recién hechas.
-Esta vez pagaré yo – dijo con entusiasmo. 

Asentí con la cabeza y miré mi reloj de bolsillo con detenimiento, aún quedaba tiempo.
Ámbar empezaba a hacer teorías alocadas sobre quién era yo, escondido en el núcleo de su emoción por llevarme al cine, yacía un miedo profundo a la única explicación lógica que ella encontraba sobre lo sucedido en Kakao, ¿qué crees tú, querido lector? ¿Quién soy?
Entramos a la sala.

El silencio era total.

Las butacas de color rubí esperaban ansiosas.

No sabía qué esperar de aquella situación, me senté y vi en frente de mi, serena, a la gran pantalla. Y rayos, sí que tienen razón, es una gran pantalla.

De pronto escuche un sonido que provenía desde la parte posterior de la sala, “Clack, Clack, Clack” El proyector había comenzado a enviar ese delgado rayo de luz mágico hacia la pantalla, ese fue el momento en el que todo comenzó.

Por una hora y cuarenta y cinco minutos estuve inmóvil,  mi cuerpo se vio atado a la cómoda silla, mi mente voló de aquí para allá, de pronto sentí cómo la música me atrapaba, cómo los sonidos daban vueltas en círculo cual acto ritual de esos antiguos que ya no puedo ver. La verdad parecía estar en ese rectángulo gigante, perdí noción del espacio, pues éste se transformó en aquello que me mostraba el proyector, y perdí la noción del tiempo, pues fue la hora y cuarenta y cinco minutos más corta de toda mi existencia.  No podía creer lo que estaba viendo. 

Una forma de expresión tan pura y entretenida, tan increíblemente compleja y a la vez sencilla ¿Cómo era posible aquello? ¿Cómo era posible que después de tantas cosas, de tantos trabajos, de tanta monotonía, yo encontrase algo que me hiciera sentir, sentir algo, una vez más?

Los créditos pasaban y yo estaba de pie, no sé por qué estaba de pie, pero, lo estaba. Mi impresión se apoderó de mi cuerpo y lo hizo danzar al son de esas imágenes en movimiento. Todo lo que alguna vez creí, estaba cambiando. Pasión… ¿Será posible?.

Ámbar esperaba de pie a mi lado, ella sabía que el impacto que acababa de recibir había sido profundo, muy profundo, y con un risita nerviosa me dijo – Esa es mi más grande pasión en la vida-

Yo, aturdido e impresionado salí caminando poco a poco de la sala, sólo con la esperanza de volver a entrar, de volver a presenciar dicha manifestación del arte humano. Vi mi reloj de bolsillo, ya era hora, tenía que ir al trabajo.

Caminé junto a Ámbar, atravesamos el Trasnocho y no dijimos ni una palabra, yo sabía que ella estaba muy nerviosa, e incluso, un tanto triste. Creo que, por mucho que me esfuerce en ocultar mi verdadera identidad, los humanos siempre sabrán que estoy ahí, cerca, acechando desde mi humilde pasillo de lecturas en ese cementerio del saber que llaman librería.

Llegamos hasta nuestro punto inicial, la entrada de El Buscón. Ahí, frente a ella, entendí por qué me la había encontrado aquel día, supe que era una especie de mensaje, una alianza entre ellos y yo, la idea de que cada vida tiene un propósito, una búsqueda y que todo comienza con pasión.

Ella no sabía qué decir ni qué hacer, entonces fue cuando se dio cuenta de la verdad.

El viejo irlandés venía saliendo de El Buscón, era mucho más temprano que de costumbre, pues, él ya no volvería jamás. Lo vi a los ojos y le pregunté: ¿Estás listo O’Banner?  , Él me vio a los ojos y asintió. Entonces aproveche ese momento para darle un abrazo a Ámbar y para darle, desde luego, las gracias por esa pequeña vista al mundo de las pasiones y de los sueños. 

Pude sentir una profunda tristeza en su corazón, Ámbar tenía los ojos llenos de lágrimas. Aún así, no puedo hacer nada, nunca he podido, es mi trabajo y forma parte de un ciclo inquebrantable, es lo que debe ser.
Empecé a caminar hacia la salida con el viejo Irlandés y de pronto sentí un pequeño cosquilleo, un destello de candidez.

Irlandés – dije- El viejo se volteó y me miro fijamente, ¿Cuántas películas has visto en tu vida? – pregunté.

Su respuesta fue una de las más hermosas que jamás nadie me haya dado.

“Muchas”.  – dijo, mientras una leve sonrisa se dibujaba en su rostro – y con firmeza siguió caminando a mi lado hasta el fin.  


Una vez más me enfrento a esta bendición, a una tarea que, si bien es muy controversial, debe ser llevada a cabo. Es mediodía y me pregunto, ¿Será posible que el sol deje de ponerse en lo más alto del cielo? ¿Podrá ser roto alguna vez el ciclo de lo inevitable? Por supuesto, querido lector, debo decirte que no soy yo quien trae las respuestas en este humilde escrito, no soy yo quien decide, y no eres tú quien está condenado de por vida al miedo.








Thursday, June 27, 2013

Volstead



Nunca creí que llegaría a este punto. Lo único que se interponía entre mi destino y yo era la amable señora Harris, su cabello blanco como la nieve, sus lentes de media luna y su escopeta “dos en boca” clásica con culata de roble ahumado.  – Clack , clack -  fue lo último que pude escuchar;  todo lo demás se transformó en pánico puro, de ese frío, de ese que no quieres sentir jamás y que te hace cuestionarte si tu vida ha valido la pena.

Fue un 14 de febrero de 1929, me refiero al día fatal, al día del trabajo. El frío invernal inundaba las afueras de Chicago, tanto los vehículos convencionales como los de carga debían hacer dos paradas obligatorias para mantener sus tanques de gasolina llenos.

El problema, los sicilianos del sur, siempre creí que caería ante los negros de Harlem o ante los irlandeses de Atlantic City. Es decir, Capone aumentaba cada vez más su poder y con éste, su brutalidad se hacía cada vez más feroz, enfrentarse con su línea de producción de whisky nunca fue una opción pero debíamos competir de alguna manera. Justo en ese momento me encontraba manejando por la nueva carretera hacia Chicago cuando, de pronto, un estruendo dividió los cielos, un rayo daba inicio a una terrible tormenta helada.

El camino era menos y menos visible, y entonces sucedió,  otro estruendo vociferó desde el lado derecho de la angosta carretera de dos vías, pero éste último no era uno producido por la naturaleza, era algo diferente, el origen de todo mal, el comienzo de uno de mis peores miedos, una emboscada.

Éramos cuatro pilotos, cada uno con su respectivo acompañante. Vi por el retrovisor central y lo único que alcancé a observar fue el parabrisas del convoy que estaba justo detrás de mí, lleno de sangre, una bala había perforado el cráneo de Willy, segundo copiloto.  Frené con fuerza.  Jack, el segundo piloto, sacó su arma preferida, su Thompson y empezó a disparar desde la ensangrentada cabina a ambos lados de la carretera, el panorama era insoportable, truenos, balas, risas y sangre, mucha sangre.

El clima ocultaba a nuestros enemigos cual vil cómplice y yo sólo podía pensar en una persona tan terrible como para ser capaz de semejante traición en un momento tan delicado, Capone.

Como pude, tomé la escopeta corta que por años me cuidó, la oculté haciendo uso de mi empapado sobretodo y por ningún motivo olvidé que en el más extremo de los casos yo debía incendiar la carga de whisky, prefería y prefiero mil veces quemar 200 cajas de whisky a entregarlas a los cerdos sureños. 
La lluvia confundía todos mis sentidos, estruendos mortíferos por doquier, Jackie descargó ronda tras ronda hasta quedar sin municiones, los pasajeros de los camiones 3 y 4 debían estar muertos para aquel entonces.  Yo sólo podía esperar, y ellos también.

Entonces, al escuchar el silencio súbito de la Thompson, los hombres de Capone salieron cual coyotes hambrientos en busca de su próxima presa. Logré ver cómo uno de ellos sacó a Jack de la cabina y lo aventó contra el suelo de un golpe fatal, un cuchillo había atravesado la garganta de mi compañero silenciando su vida para siempre. Entonces aparecieron un par de luces en la carretera, lo que parecía ser un quinto camión de carga se aproximaba, los hombres de Capone no lo dudaron ni un segundo y empezaron a disparar.

Los pasajeros del misterioso convoy intentaban defenderse pero fue inútil, en ese momento vi un destello fugaz, un destello terrible como la peor de mis pesadillas y luego, el impacto.

No hubo manera de que uno de ellos acertara con tanta precisión, aún así, el proyectil atravesó mi abdomen, perforando mi hígado, aniquilando mi vida poco a poco. La sensación fue mucho peor de lo que jamás nadie podría imaginar, pinchazos constantes desde la base de la espalda hasta el cuello, nauseas profundas y un frío que se apodera de tus piernas haciéndolas temblar sin control, esa era la expresión máxima de terror y de dolor; caí de rodillas al suelo y luego golpeé mi rostro contra la carretera, las pequeñas piedrecillas cortaron mi rostro, todo se tornaba borroso, el dolor reinaba.

Lo único que podía hacer desde mi desventajosa posición era ver cómo los traidores masacraban sin piedad a todos los que estaban luchando por defenderse, pero si yo iba a morir, no sería en esa apestosa carretera, no así…

Recordé los fósforos que se escondían en el bolsillo derecho de mi fina camisa de rayas delgadas, tomé la caja y como pude, prendí fuego a una de las cajas de whisky, el fuego se esparciría con rapidez y  por suerte la manta de lana protegería a la chispa de la inclemente tormenta. 

Entonces escuché cómo uno de ellos gritó-  ¡Hay un maldito perro con vida allá! – En ese instante supe que debía haber alguna forma de informar a mi jefe sobre esta traición, a lo lejos vi una pequeña luz que se confundía con el brillo de las gotas de agua que eran impactadas por los faros de mi moribundo camión, era la casa de la señora Harris, mi última opción. 

Aquella lucecita se transformó en mi esperanza y en mi salvación, con las fuerzas que me quedaban me puse de pie y corrí aparatosamente hacia el monte alto de la carretera, mi desesperación se mezclaba con la hemorragia de mi abdomen, la vida se alejaba de mi, debía llamar a Bugs, debía informar sobre esta traición, ese era mi último destino.

Podía sentir el trazo mortal de viento que marcaban las balas de mis enemigos, sentía cómo pasaban a mi lado silbando canciones terribles de muerte y pánico. Debo confesar que no sé si era por obra de Dios o de la dama de la suerte que ninguna de esas monstruosas balas me impactó, entonces llegué a la entrada de la humilde casita, empujé como pude la puerta y entré.

El teléfono reposaba sobre una pequeña mesita de madera al otro lado de la sala, iluminado sólo por los relámpagos del cielo. Me apresuré y entonces ella apareció.

Nunca creí que llegaría a este punto. Lo único que se interponía entre mi destino y yo era la amable señora Harris, su cabello blanco como la nieve, sus lentes de media luna y su escopeta “dos en boca” clásica con culata de roble ahumado.  – Clack , clack -  fue lo último que pude escuchar;  todo lo demás se transformó en pánico puro, de ese frío, de ese que no quieres sentir jamás y que te hace cuestionarte si tu vida ha valido la pena.

-Sal de mi maldita granja, maldito italiano – dijo ella con furia.  Caí de rodillas y le mostré mi herida, en fin, yo sólo quería hacer una llamada. La anciana tomó el revólver que se escondía en mi cintura y lo lanzó al otro lado, a la cocina y me hizo una seña con su cabeza.

Me arrastré hasta el teléfono, marqué y escuché la voz del jefe. Bugs Moran -  jefe, Capone nos tracionó… - fue lo único que alcancé a decir antes de que la electricidad cediera.  Eso es todo, señora Harris.

Puede que me queden sólo minutos de vida, me sentaré aquí en esta esquina  y prometo no hacer mucho ruido, sólo tengo que abrochar estos botones de mi chaleco, porque, ya saben lo que dicen, “Nunca hay dos oportunidades de dar una primera buena impresión” y no sé quién vaya ser el que venga a buscar mi cuerpo.

Un sonido brutal entró entonces por la puerta, uno de los hombres de Capone se encontraba en la sala y descargo dos balas de su escopeta sobre el pecho de la ahora difunta y ensangrentada señora Harris, el hombre tiró el arma al suelo. Veo como se acera a mi… - Mírame a los ojos – dijo el matón, y así lo hice, entonces el hombre sacó su fino revolver colt y lo apoyó contra mi frente.

-Saludos de parte de Al Capone – dijo, y haló el gatillo.


Lo que los hombres de Capone no sabían era que Giovanni De Santis llamó a su jefe antes de morir,  la guerra había comenzado.







Saturday, June 22, 2013

Sed



Eran las dos y quince de la mañana. La noche reposaba tranquila, el viento corría por los pasillos y yo, un tanto desesperado, sentía cómo mi lengua se tornaba en el más árido de los desiertos, tenía sed.

Era ya una costumbre – de esas que no quieres tener – que me levantase a esa hora; a esa hora exactamente cada tres noches. Imaginarán los nervios y la ansiedad que me producía aquella terrible rutina endemoniada.

Todo comenzaba en el momento en el que me sentía demasiado cómodo como para salir de mi habitación. Las sábanas son mis confidentes, mis amigas, las únicas que conocen mis tormentos y mis más profundos miedos. Cada noche, antes de dormir, llevaba a cabo un pequeño ritual – una tontería quizás – Me arropaba de pies a cabeza con la ilusión de seguridad que eso me daba, es decir, yo estoy completamente consciente de que nada va a salir de debajo de mi cama y me va a halar los pies para saciar su sed de sangre, eso lo sé, pero, aún así sigo arropándome de la misma manera, no vaya a ser el caso que una de estas noches a esas costumbres que damos por sentadas se les fuera a ocurrir cambiar, o manifestarse de maneras nunca antes vistas.

La verdad es que la batalla que llevaba a cabo en contra de la sed era digna de un poema épico, todas las preguntas venían a mí como si fuesen recuerdos o ideas, ya saben, ese miedo que uno siente aún cuando se está en su propia alcoba; el miedo a las figuras que golpeadas por la luz del día son simples muebles pero que de noche se transforman en temibles criaturas desconocidas, criaturas horribles.

De pronto me di cuenta de que las sábanas me habían abandonado, me encontraba en camino a la sala. Debo confesar, querido lector, que la sala nunca me causó mayor terror, el suelo de mármol siempre fue frio debajo de mis pies, la brisa siempre corría con gran fuerza dejan escapar un pequeño silbido cándido y las sillas del comedor eran simplemente eso: sillas del comedor.

Pero siempre llegaba ese momento oscuro, ese momento en el que todo lo que conocía de mi mismo se ponía a prueba, el momento de entrar en la cocina. Aprovecho este momento para confesar que la cocina es el lugar más tétrico del mundo. A veces llegué a pensar que el fabricador de hielo me jugaba bromas pesadas al dejar caer grandes trozos del mismo justo cuando me aproximaba al dispensador de la nevera. Estoy seguro de que conoces ese ruido, ese estruendo mínimo que en dicha situación es peor que el detonar de la más violenta de las bombas, un atentado en contra de mi corazón, y de mi tensión.

No creas que estoy loco, la cocina me aterra por una razón muy especial, a lo largo de los años he vivido situaciones “paranormales” en este apartamento y siempre ocurren, pues – ya sabes dónde-.Di cuatro pasos muy suaves para no espantar a cual fuere la bestia que viviese en aquel espacio, tomé mi vaso como si se tratase de una reliquia en una oscura cueva y serví el agua. En ese momento sentí cómo la criatura me observaba, cómo detallaba cada uno de mis movimientos, esperando, esperando…

El agua golpeó bruscamente el fondo del vaso de vidrio rebotando en todas direcciones, llenando el vaso y yo sentía un pequeño escalofrío que subía desde la base de mi espalda y se alojaba en la parte posterior de mi cuello. Una horrible sensación que te pone los pelos de punta, un aviso de otro mundo que grita, que te hace recordar que los espectros existen y que están muy cerca.

Sin moverme de aquel sitio, aún con una pequeña pizca de esperanza tomé tres sorbos de agua, era fría y dominaba poco a poco, pero de manera violenta a la causante de todas mis desgracias, la sed.
Luego de saciar mi espantosa necesidad, di tres pasos sin mirar hacia atrás. Podría jurar que sentí una leve risa que volaba a través de la cocina, como si se tratase de un torturador que disfruta ver sufrir a sus víctimas. Aceleré un poco el paso y me adentré en la sala.

La sala, como te he dicho, es un lugar tranquilo, pero los nervios que sentía volvían a traicionar a mis sentidos, el frío mármol ahora era gélido,  la brisa ya no estaba pero las sillas del comedor seguían intactas siendo exactamente eso: sillas del comedor.

Me aproximé a mi cuarto cuando vi lo más espeluznante que jamás haya podido ver. La perta de mi cuarto estaba abierta.

¿Habré sido capaz de ser tan profundamente descuidado? ¿Será acaso que la criatura, el torturador terrible, me estuviese esperando entre las cálidas sábanas de mi alcoba?

Tomé aire y me decidí a entrar. Las sábanas describían una forma extraña sobre el lienzo de mi cama, las puertas del closet estaban abiertas y chocaban lentamente contra la pared: toc, toc, toc. La ventana abierta de par en par le daba la bienvenida al frío y a los pequeños insectos que nunca quieres encontrar cerca de ti.

La solución era sencilla, debía pegar un brinco, un brinco que contuviese todo el impulso y la valentía posible, y en una maroma digna de trapecista arroparme una vez más de pies a cabeza. Y así lo hice, sin importarme lo que pudiera suceder, lo hice, me arropé de pies a cabeza y cerré los ojos tan fuertes como pude, deseando que la criatura no pudiese encontrarme jamás puesto que en el reino de los sueños no existen males ni torturas.

Entonces abrí los ojos, eran las dos y quince de la mañana. La noche reposaba tranquila, el viento corría por los pasillos y yo, un tanto desesperado, sentía cómo mi lengua se tornaba en el más árido de los desiertos, tenía sed.