Nunca aceleres cuando esté húmedo el pavimento – me decía
ella. Nunca le presté atención.
Aquella noche recuerdo cada uno de los pequeños sonidos que
formaban parte de la vida de mi automóvil. El motor rugía con fuerza, el
parabrisas barría despiadadamente el agua que chocaba furiosa contra él y mis
manos temblaban como nunca antes, la vía era oscura, mi vida estaba en peligro.
-Toda acción genera una reacción, ¿no es así? -
Fue entonces cuando me percaté de que la gasolina estaba por
acabarse, la luz naranja se encendió poco antes de empezar este relato, mi
corazón latía con fuerza. Quedarse varado en esta ciudad de asesinos y ladrones
definitivamente no era una opción, tenía que reparar el más grande error de
todos mis descuidos.
La noche era inclemente, no sólo e presentaba ante mí como
una total desconocida sumergida en la oscuridad absoluta de u naturaleza, sino
que también posaba de la manera más seductora que puede existir, en medio de
una tormenta.
La muerte sonríe en las formas y figuras que se dibujan en
el pavimento húmedo, baila bajo la inclemencia de los tiempos y revela muy poco
pero de manera muy abrupta con los rayos que, llenos de un placer sádico, impactan tu retina sin piedad.
Fue en ese preciso momento cuando sucedió, a lo lejos no a
más de un kilómetro de distancia se dibujaron dos luces rojas equidistantes
entre sí. –Un vehículo – pensé rápidamente. Lo verdaderamente extraño era ver
que una persona se detuviese ante la orden de la luz del semáforo, de su luz
roja.
Me acerqué con esperanza pero nunca perdiendo el terror y la
prudencia que este contexto nos inyecta en contra de nuestra voluntad. Después
de todo, no hay forma de saber si quien maneja es un cura que se dirige a su
convento o un asesino que retiene a su próxima víctima en la maleta.
La luz naranja comenzó a titilar, “tick, tick, tick” el auto
estaba a punto de morir. Tal vez el destino me reunía en ese momento de
incertidumbre y ansiedad con la única persona educada en la ciudad, o quizás no.
El extraño vehículo se encontraba en el canal izquierdo de
aquella vía de tres canales, así que decidí parar mi carro en el canal del
medio, justo en paralelo. Pensé que de esa manera podría ver el rostro de la
persona y así deducir sus intenciones, conocer su historia y su propósito, pero
aquel experimento desesperado me llevó a algo totalmente diferente.
La luz roja se deslizaba por su delicado rostro generando sombras
muy curiosas, dibujando y acentuando partes de su cara que a plena luz del día
nadie nunca podría ver. Su mirada estaba fija, concentrada en el camino,
esperando el cambio súbito, esperando el nacimiento de la luz verde para
arrancar y llegar sana y salva a casa.
Nunca había visto un rostro tan particularmente ingenuo, tan
extrañamente único.
“Tick, tick, tick”… Faltaba cada vez menos, lo sabía, pero
aquella figura angelical me mantenía inmóvil, completamente hipnotizado.
Por primera vez en mi vida deseé que la luz roja nunca se
transformara en verde, que la inclemente lluvia no se detuviese y que la noche,
la asesina, no muriera para dar paso a un nuevo día; el peligro dejó de ser un
problema, el miedo dejó e imperar, estaba atónito.
Me preguntaba si en algún momento ella voltearía, si en
algún momento se percataría de mi presencia y vería un rostro único generado
por la mera percepción de la noche roja; incluso llegué a preguntarme si yo había
sido durante toda mi vida un fantasma, ¡Qué estupidez!
Ella hizo un ligero movimiento, volteó, me miró directamente
a los ojos como diciendo adiós, como si estuviese consciente de que este
contexto que nos aplasta no nos permitiría bajar de nuestros vehículos,
conocernos, pasar una vida juntos, esa fue posiblemente la mirada más triste
que jamás he visto, la mirada de lo inevitable.
Entonces su rostro se iluminó de verde, giró su cabeza y, de
nuevo enfocada en el camino, arrancó. Yo sólo pude ver cómo esas dos luces
rojas equidistantes entre sí se alejaban poco a poco.
El sonido que emitía la alarma naranja había desaparecido
El silencio era absoluto.
La gasolina se había acabado.
Entonces el habitáculo de mi carro se iluminó con un blanco
intenso, con una urgencia psicodélica y luego el estruendo más terrible se
apoderó del espacio y del tiempo, un estruendo que hizo del más grande de mis
miedos una realidad prematura, una realidad que en ese instante llegaba mucho
más pronto de lo que yo jamás soñé.
Y, ahora que lo pienso…
Tal vez no fue una estupidez, tal vez sólo soy... un fantasma.
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