Eran las dos y quince de la mañana. La noche reposaba
tranquila, el viento corría por los pasillos y yo, un tanto desesperado, sentía
cómo mi lengua se tornaba en el más árido de los desiertos, tenía sed.
Era ya una costumbre – de esas que no quieres tener – que me
levantase a esa hora; a esa hora exactamente cada tres noches. Imaginarán los
nervios y la ansiedad que me producía aquella terrible rutina endemoniada.
Todo comenzaba en el momento en el que me sentía demasiado
cómodo como para salir de mi habitación. Las sábanas son mis confidentes, mis
amigas, las únicas que conocen mis tormentos y mis más profundos miedos. Cada
noche, antes de dormir, llevaba a cabo un pequeño ritual – una tontería quizás –
Me arropaba de pies a cabeza con la ilusión de seguridad que eso me daba, es
decir, yo estoy completamente consciente de que nada va a salir de debajo de mi
cama y me va a halar los pies para saciar su sed de sangre, eso lo sé, pero,
aún así sigo arropándome de la misma manera, no vaya a ser el caso que una de
estas noches a esas costumbres que damos por sentadas se les fuera a ocurrir
cambiar, o manifestarse de maneras nunca antes vistas.
La verdad es que la batalla que llevaba a cabo en contra de
la sed era digna de un poema épico, todas las preguntas venían a mí como si
fuesen recuerdos o ideas, ya saben, ese miedo que uno siente aún cuando se está
en su propia alcoba; el miedo a las figuras que golpeadas por la luz del día
son simples muebles pero que de noche se transforman en temibles criaturas
desconocidas, criaturas horribles.
De pronto me di cuenta de que las sábanas me habían
abandonado, me encontraba en camino a la sala. Debo confesar, querido lector,
que la sala nunca me causó mayor terror, el suelo de mármol siempre fue frio
debajo de mis pies, la brisa siempre corría con gran fuerza dejan escapar un
pequeño silbido cándido y las sillas del comedor eran simplemente eso: sillas
del comedor.
Pero siempre llegaba ese momento oscuro, ese momento en el
que todo lo que conocía de mi mismo se ponía a prueba, el momento de entrar en
la cocina. Aprovecho este momento para confesar que la cocina es el lugar más
tétrico del mundo. A veces llegué a pensar que el fabricador de hielo me jugaba
bromas pesadas al dejar caer grandes trozos del mismo justo cuando me aproximaba
al dispensador de la nevera. Estoy seguro de que conoces ese ruido, ese
estruendo mínimo que en dicha situación es peor que el detonar de la más
violenta de las bombas, un atentado en contra de mi corazón, y de mi tensión.
No creas que estoy loco, la cocina me aterra por una razón
muy especial, a lo largo de los años he vivido situaciones “paranormales” en
este apartamento y siempre ocurren, pues – ya sabes dónde-.Di cuatro pasos muy suaves para no espantar a cual fuere la
bestia que viviese en aquel espacio, tomé mi vaso como si se tratase de una
reliquia en una oscura cueva y serví el agua. En ese momento sentí cómo la
criatura me observaba, cómo detallaba cada uno de mis movimientos, esperando,
esperando…
El agua golpeó bruscamente el fondo del vaso de vidrio
rebotando en todas direcciones, llenando el vaso y yo sentía un pequeño
escalofrío que subía desde la base de mi espalda y se alojaba en la parte
posterior de mi cuello. Una horrible sensación que te pone los pelos de punta,
un aviso de otro mundo que grita, que te hace recordar que los espectros
existen y que están muy cerca.
Sin moverme de aquel sitio, aún con una pequeña pizca de
esperanza tomé tres sorbos de agua, era fría y dominaba poco a poco, pero de
manera violenta a la causante de todas mis desgracias, la sed.
Luego de saciar mi espantosa necesidad, di tres pasos sin
mirar hacia atrás. Podría jurar que sentí una leve risa que volaba a través de
la cocina, como si se tratase de un torturador que disfruta ver sufrir a sus
víctimas. Aceleré un poco el paso y me adentré en la sala.
La sala, como te he dicho, es un lugar tranquilo, pero los
nervios que sentía volvían a traicionar a mis sentidos, el frío mármol ahora
era gélido, la brisa ya no estaba pero
las sillas del comedor seguían intactas siendo exactamente eso: sillas del
comedor.
Me aproximé a mi cuarto cuando vi lo más espeluznante que
jamás haya podido ver. La perta de mi cuarto estaba abierta.
¿Habré sido capaz de ser tan profundamente descuidado? ¿Será
acaso que la criatura, el torturador terrible, me estuviese esperando entre las
cálidas sábanas de mi alcoba?
Tomé aire y me decidí a entrar. Las sábanas describían una
forma extraña sobre el lienzo de mi cama, las puertas del closet estaban
abiertas y chocaban lentamente contra la pared: toc, toc, toc. La ventana
abierta de par en par le daba la bienvenida al frío y a los pequeños insectos
que nunca quieres encontrar cerca de ti.
La solución era sencilla, debía pegar un brinco, un brinco
que contuviese todo el impulso y la valentía posible, y en una maroma digna de
trapecista arroparme una vez más de pies a cabeza. Y así lo hice, sin
importarme lo que pudiera suceder, lo hice, me arropé de pies a cabeza y cerré los
ojos tan fuertes como pude, deseando que la criatura no pudiese encontrarme
jamás puesto que en el reino de los sueños no existen males ni torturas.
Entonces abrí los ojos, eran las dos y quince de la mañana.
La noche reposaba tranquila, el viento corría por los pasillos y yo, un tanto
desesperado, sentía cómo mi lengua se tornaba en el más árido de los desiertos,
tenía sed.
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