Nunca creí que llegaría a este punto. Lo único que se
interponía entre mi destino y yo era la amable señora Harris, su cabello blanco
como la nieve, sus lentes de media luna y su escopeta “dos en boca” clásica con
culata de roble ahumado. – Clack , clack
- fue lo último que pude escuchar; todo lo demás se transformó en pánico puro, de
ese frío, de ese que no quieres sentir jamás y que te hace cuestionarte si tu
vida ha valido la pena.
Fue un 14 de febrero de 1929, me refiero al día fatal, al
día del trabajo. El frío invernal inundaba las afueras de Chicago, tanto los
vehículos convencionales como los de carga debían hacer dos paradas
obligatorias para mantener sus tanques de gasolina llenos.
El problema, los sicilianos del sur, siempre creí que caería
ante los negros de Harlem o ante los irlandeses de Atlantic City. Es decir,
Capone aumentaba cada vez más su poder y con éste, su brutalidad se hacía cada
vez más feroz, enfrentarse con su línea de producción de whisky nunca fue una
opción pero debíamos competir de alguna manera. Justo en ese momento me
encontraba manejando por la nueva carretera hacia Chicago cuando, de pronto, un
estruendo dividió los cielos, un rayo daba inicio a una terrible tormenta
helada.
El camino era menos y menos visible, y entonces
sucedió, otro estruendo vociferó desde
el lado derecho de la angosta carretera de dos vías, pero éste último no era
uno producido por la naturaleza, era algo diferente, el origen de todo mal, el
comienzo de uno de mis peores miedos, una emboscada.
Éramos cuatro pilotos, cada uno con su respectivo
acompañante. Vi por el retrovisor central y lo único que alcancé a observar fue
el parabrisas del convoy que estaba justo detrás de mí, lleno de sangre, una
bala había perforado el cráneo de Willy, segundo copiloto. Frené con fuerza. Jack, el segundo piloto, sacó su arma
preferida, su Thompson y empezó a disparar desde la ensangrentada cabina a
ambos lados de la carretera, el panorama era insoportable, truenos, balas,
risas y sangre, mucha sangre.
El clima ocultaba a nuestros enemigos cual vil cómplice y yo
sólo podía pensar en una persona tan terrible como para ser capaz de semejante
traición en un momento tan delicado, Capone.
Como pude, tomé la escopeta corta que por años me cuidó, la
oculté haciendo uso de mi empapado sobretodo y por ningún motivo olvidé que en
el más extremo de los casos yo debía incendiar la carga de whisky, prefería y
prefiero mil veces quemar 200 cajas de whisky a entregarlas a los cerdos
sureños.
La lluvia confundía todos mis sentidos, estruendos mortíferos
por doquier, Jackie descargó ronda tras ronda hasta quedar sin municiones, los
pasajeros de los camiones 3 y 4 debían estar muertos para aquel entonces. Yo sólo podía esperar, y ellos también.
Entonces, al escuchar el silencio súbito de la Thompson, los
hombres de Capone salieron cual coyotes hambrientos en busca de su próxima
presa. Logré ver cómo uno de ellos sacó a Jack de la cabina y lo aventó contra el
suelo de un golpe fatal, un cuchillo había atravesado la garganta de mi
compañero silenciando su vida para siempre. Entonces aparecieron un par de
luces en la carretera, lo que parecía ser un quinto camión de carga se
aproximaba, los hombres de Capone no lo dudaron ni un segundo y empezaron a
disparar.
Los pasajeros del misterioso convoy intentaban defenderse
pero fue inútil, en ese momento vi un destello fugaz, un destello terrible como
la peor de mis pesadillas y luego, el impacto.
No hubo manera de que uno de ellos acertara con tanta precisión,
aún así, el proyectil atravesó mi abdomen, perforando mi hígado, aniquilando mi
vida poco a poco. La sensación fue mucho peor de lo que jamás nadie podría
imaginar, pinchazos constantes desde la base de la espalda hasta el cuello,
nauseas profundas y un frío que se apodera de tus piernas haciéndolas temblar
sin control, esa era la expresión máxima de terror y de dolor; caí de rodillas
al suelo y luego golpeé mi rostro contra la carretera, las pequeñas
piedrecillas cortaron mi rostro, todo se tornaba borroso, el dolor reinaba.
Lo único que podía hacer desde mi desventajosa posición era
ver cómo los traidores masacraban sin piedad a todos los que estaban luchando
por defenderse, pero si yo iba a morir, no sería en esa apestosa carretera, no
así…
Recordé los fósforos que se escondían en el bolsillo derecho
de mi fina camisa de rayas delgadas, tomé la caja y como pude, prendí fuego a
una de las cajas de whisky, el fuego se esparciría con rapidez y por suerte la manta de lana protegería a la
chispa de la inclemente tormenta.
Entonces escuché cómo uno de ellos gritó- ¡Hay un maldito perro con vida allá! – En ese
instante supe que debía haber alguna forma de informar a mi jefe sobre esta
traición, a lo lejos vi una pequeña luz que se confundía con el brillo de las
gotas de agua que eran impactadas por los faros de mi moribundo camión, era la
casa de la señora Harris, mi última opción.
Aquella lucecita se transformó en mi esperanza y en mi
salvación, con las fuerzas que me quedaban me puse de pie y corrí
aparatosamente hacia el monte alto de la carretera, mi desesperación se
mezclaba con la hemorragia de mi abdomen, la vida se alejaba de mi, debía
llamar a Bugs, debía informar sobre esta traición, ese era mi último destino.
Podía sentir el trazo mortal de viento que marcaban las
balas de mis enemigos, sentía cómo pasaban a mi lado silbando canciones
terribles de muerte y pánico. Debo confesar que no sé si era por obra de Dios o
de la dama de la suerte que ninguna de esas monstruosas balas me impactó,
entonces llegué a la entrada de la humilde casita, empujé como pude la puerta y
entré.
El teléfono reposaba sobre una pequeña mesita de madera al
otro lado de la sala, iluminado sólo por los relámpagos del cielo. Me apresuré
y entonces ella apareció.
Nunca creí que llegaría a este punto. Lo único que se
interponía entre mi destino y yo era la amable señora Harris, su cabello blanco
como la nieve, sus lentes de media luna y su escopeta “dos en boca” clásica con
culata de roble ahumado. – Clack , clack
- fue lo último que pude escuchar; todo lo demás se transformó en pánico puro, de
ese frío, de ese que no quieres sentir jamás y que te hace cuestionarte si tu
vida ha valido la pena.
-Sal de mi maldita granja, maldito italiano – dijo ella con
furia. Caí de rodillas y le mostré mi
herida, en fin, yo sólo quería hacer una llamada. La anciana tomó el revólver
que se escondía en mi cintura y lo lanzó al otro lado, a la cocina y me hizo
una seña con su cabeza.
Me arrastré hasta el teléfono, marqué y escuché la voz del
jefe. Bugs Moran - jefe, Capone nos
tracionó… - fue lo único que alcancé a decir antes de que la electricidad
cediera. Eso es todo, señora Harris.
Puede que me queden sólo minutos de vida, me sentaré aquí en
esta esquina y prometo no hacer mucho
ruido, sólo tengo que abrochar estos botones de mi chaleco, porque, ya saben lo
que dicen, “Nunca hay dos oportunidades de dar una primera buena impresión” y
no sé quién vaya ser el que venga a buscar mi cuerpo.
Un sonido brutal entró entonces por la puerta, uno de los
hombres de Capone se encontraba en la sala y descargo dos balas de su escopeta
sobre el pecho de la ahora difunta y ensangrentada señora Harris, el hombre tiró
el arma al suelo. Veo como se acera a mi… - Mírame a los ojos – dijo el matón,
y así lo hice, entonces el hombre sacó su fino revolver colt y lo apoyó contra
mi frente.
-Saludos de parte de Al Capone – dijo, y haló el gatillo.
Lo que los hombres de Capone no sabían era que Giovanni De
Santis llamó a su jefe antes de morir, la guerra había comenzado.
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