Una vez más me enfrento a esta bendición, a una tarea que,
si bien es muy controversial, debe ser llevada a cabo. Es mediodía y me
pregunto, ¿Será posible que el sol deje de ponerse en lo más alto del cielo?
¿Podrá ser roto alguna vez el ciclo de lo inevitable? Por supuesto, querido
lector, debo decirte que no soy yo quien trae las respuestas en este humilde escrito,
no soy yo quien decide, y no eres tú quien está condenado de por vida al miedo.
Sólo vengo a narrar la historia de uno de mis sitios favoritos en el mundo, un
cuento que nunca olvidaré, no mientras siga aquí, no mientras sepa que existen
los sueños y las pasiones. Pido precaución puesto que lo que estás a punto de
leer puede ser extrañamente fantástico e inocentemente mortal. Ésta, querido lector, es la historia de El
Buscón.
Grandes mentes de la realidad caraqueña rondan los amplios
espacios del Trasnocho Cultural, ya sabes, el de Las Mercedes. Muchos en busca
de esa chispa creativa que Dios les ha regalado; de vez en cuando se sientan en
las elegantes poltronas cuadradas que se encuentran justo frente a los posters
de las películas recién estrenadas; otras veces caminan un tanto abrigados para
que el frio aire acondicionado no les haga sentir incómodos. Algunas personas
asisten a las interesantes galerías de
arte que están en el fondo, allá donde las luces se hacen tenues. A veces se
topan con una buena obra de aquel genio olvidado llamado “Cabrujas” y tienen la
oportunidad de vivir con intensidad un momento íntimo en el arte, otras veces
sólo se sientan en el espectáculo de colores, olores y sabores que es “Kakao”,
y déjenme decirles, un chocolate caliente nunca podrá ser tan bueno en una
tarde lluviosa, pero, hay unas personas, unos individuos que deciden entrar en
la librería, en El Buscón.
Estanterías verdes que sostienen obras literarias de las muy
antiguas y de las muy recientes también. El misterio de cada uno de los
pequeños pasillos coquetos en los que tanto les gusta corretear a los lectores
que están creciendo, bustos de los más grandes exponentes de la música clásica,
Ludwig Van Beethoven, Amadeus Mozart y, por supuesto, Joan Sebastián Bach.
Buenos hombres, buenos amigos.
Luces color ámbar que dibujan la silueta de todo aquel que
pasa por un libro, luz que dibuja el momento más íntimo de la lectura
reflexiva, pequeños regalitos y suvenires de la cultura mundial y un anciano a
quien todos amaban, El viejo Irlandés.
Daniel O’ Banner, era su nombre, pero todos le llamaban, como les he
dicho, “El Irlandés.”
Desde hacía ya mucho ese anciano había llamado mi atención, todos
los días, religiosamente, entraba en El Buscón a eso de las diez de la mañana,
buscaba un lugar tranquilo en el cual colocar su sillita de metal plateada y
desayunaba un pequeño ponqué, uno de esos sabrosos “once once”; luego, sacaba
su elegante instrumento, su Strauss de madera ahumada y empezaba a inundar la
hermosa tienda con notas alegres o nostálgicas, dependiendo del clima.
El irlandés fue siempre para mí un hombre misterioso puesto
que nunca logré escuchar su voz, era como si, enamorado de su violín, ese
hombre podía hablar a todos los presentes, a veces con discursos muy felices
pero otras con confesiones nostálgicas, en fin, el viejo le daba un toque
mágico a la tienda.
Recuerdo que aquel día recibí una nota un tanto triste,
debía hacerlo. Hay un momento en la vida de todo ser en el que entiende que a veces
hay que hacer cosas que no quiere hacer, eso, claro está, dentro de un contexto
individual – es mi trabajo, no hay nada que pueda hacer para evitarlo y debo
ser responsable – pensé.
Debía ir para El Buscón, sentía que tenía que entregarme al
azar antes de hacer mi trabajo, - ¿Quién
sabe? Tal vez me tope con un libro que cambie mi vida en este tiempo, o tal vez
logre escuchar la voz del viejo irlandés, ¿Quién sabe?.
El trasnocho en la mañana es como un niño, ávido de
conocimiento, ansioso por todo lo que le espera en el futuro, en el día; con
ganas de jugar y de disfrutar al máximo, siempre con su inocencia
característica.
¿Cómo no ser
romántico sobre ese sitio?
Eran las nueve y cincuenta y nueve de la mañana y ahí estaba
el viejo, caminando hacia El buscón con su fino estuche y su sillita cromada.
Debo admitir que seguirlo era una idea que siempre pasaba por mi mente, pero,
como vivimos en este mundo tan organizado y polarizado decidí entrar, una vez
más, como el cliente asiduo que siempre fui y seré.
Los pasillos de ficción son los primeros que atrapan mi
imaginación, los cuentos de Poe siempre han sido mi delirio, desde que lo
conocí me he preguntado, ¿cómo es posible que ese hombre, un simple hombre del
siglo XIX sea capaz de entender de manera tan profunda esta melancolía que
siempre he sentido? – Esos cuentos son mágicos.
Las historias cortas de Lovecraft, esas que te hacen pensar
y mirar a los lados, e incluso las
narraciones del fantástico Sherlock Holmes de Doyle, nada podría ser
mejor…
- ¡Ajá! El sabueso de los Baskerville – dije con ánimo para
mí mismo. De pronto, las campanitas sonaron, anunciando que un nuevo cliente
había llegado y, justo en ese momento, O’Banner empezó a tocar una melodía
suave, una melodía que parecía acompañar, cual compañero de ballet, a la dama que justo empezaba a caminar hacia
el pasillo de ficción, mi favorito.
Debo decir que pocas veces, muy pocas veces un ser humano
logra sorprenderme de tal manera, recuerdo que
con el simple hecho de hablarle, mi día pasaría de ser triste y
melancólico, a ser más llevadero e incluso interesante, había algo en ella…
Lo que recuerdo con más precisión era su cabello, castaño oscuro cual suelo de otoño y sus
ojos, aquellos ojos inocentes pero a la vez llenos de magia; era una dama de
estatura media, o quizás baja, de tez blanca y movimientos serenos, la verdad
es que logró llamar mi atención y apuesto a que la tuya también.
Se paró justo a mi lado, como si fuera cosa del destino, y
se puso en punta de pies para lograr alcanzar un pequeño relato fantástico de
Charles Dickens, ese que habla sobre la navidad. De pronto, con cautela de no
parecer más extraño de lo que ya puedo ser, traté de dar un paso hacia atrás,
pero tumbé unas historietas, lo que llamó su atención de inmediato. Volteó su
mirada hacia mí y sonriendo se agachó para ayudarme a levantarlas, - disculpa –
le dije, a lo que ella respondió entre risas – tranquilo, me pasa todo el
tiempo, Ámbar, mucho gusto. Sí, a mi también, no puedo evitar ser torpe a
estas horas de la mañana.
Me pareces conocido, ¿Acaso te he visto antes? – preguntó la
muchacha. No lo creo, en realidad me la paso aquí leyendo y nunca te había visto
– respondí.
Un ser tan dulce, tan honesto, sin duda alguna ella estaba
ahí por alguna razón…
Disculpa, tal vez suene un tanto extraño pero, ¿me
permitirías invitarte una taza de chocolate caliente? Está cayendo un terrible
aguacero allá afuera y no puedo salir al trabajo, por lo menos no mientras esté
lloviendo de esa manera. Ámbar me vio con esos ojos curiosos, creo que al
principio lo dudó, tal vez por el tema de que éramos completos desconocidos, o
tal vez porque la misma idea pasaba por su mente, yo, por supuesto, quería
hablar con ella, hacerle varias preguntas de literatura, de la vida misma, de
esas cosas que a ratos contemplamos como ideas hermosas que pasan por aquí y
por allá.
Bueno, sí, ¿por qué no? – respondió con su tenue voz. ¡Vale!
Muchas gracias, déjame pagar este libro y vamos.
Así lo hice, compré un pequeño ejemplar de Tolkien y me
dirigí hacia la puerta. ¿Sabes, a veces me siento y pienso que tal vez el
destino existe, y que todo lo que hacemos está de algún modo u otro,
premeditado, escrito – comenté en nuestro camino hacia Kakao. Ella soltó una
risita poco humilde y me dijo que todo lo contrario, que nosotros hacemos y
construimos nuestro propio destino.
Quizás el ser humano tiene alguna clase de fuerza sobre
aquello que le depara el futuro, quizás sea una ilusión, ¿quién sabe?
Ámbar caminaba bajo las luces tenues del Trasnocho, la
combinación de su cabello y sus ojos era sublime, al pasar, dejaba una estela
de gracias y de armonía, ¿De dónde provenía tanto equilibrio?
Entonces ocurrió… - ¿Cuál es tu pasión más grande? – me preguntó.
Pues, no tengo, no creo tener ninguna pasión específica; pero tengo un trabajo.
Un trabajo único que debo cumplir con mucha responsabilidad. Ella parecía no
entender lo que le había respondido, su rostro cambió, ahora ella se encontraba
preocupada.
¿Cómo no vas a tener una pasión? Eso es lo que mueve a los
hombres, la pasión, la búsqueda de algo más grande, algo que se combina con tu
espíritu y trasciende… vi que leías a Poe, y, él era un gran apasionado de la
muerte, ¿Acaso no eres tú un gran apasionado de Poe?
No lo creo. En realidad Poe siempre fue un hombre
desafiante, desafiante de todo lo que le rodeaba, para mí fue una gran lastima
tener que apartarlo, pero, ya sabes, la continuidad de Poe, la trascendencia,
como le llamas, ocurre con obras como Sherlock Holmes, puesto que sin un Edgar
Allan no hubiese podido haber un Arthur Con
an.
¿Apartarlo? , bueno,
pero debe haber algo, algo or más pequeño que pueda ser…
Entonces entramos en Kakao, las luces rosa cubrieron
nuestros rostros, podía sentir cómo el aroma del dulce chocolate cautivaba
todos mis sentidos, los leves tonos de las conversaciones, las risas, los
llantos, las confesiones, verdades todas de personas que disfrutan el pasar del
tiempo, que hacen lo único que realmente importa, ser felices.
Bueno, aquí estamos, si quieres toma asiento, Ámbar,
mientras yo te compro una taza de chocolate. - ¿Seguro? Yo podría… - Seguro, la interrumpí.
Por supuesto que no era amor lo que sentía, muchos menos
atracción, puesto que, como entenderás no puedo sentir, pero, había algo que me
llevaba a conocer más a este pequeño e indefenso ser que con tanta valentía
defendía los teoremas de las pasiones humanas, ¿un mensaje tal vez? ¿una idea?
Aquí está, espero que lo disfrutes muchísimo, creo que no
hay mejor chocolate en el mundo.
Entonces una sonrisa se dibujó en su rostro, como si ella
supiera algo, como si estuviese evaluando mis movimientos, mis pesares.
De
pronto, un señor mayor, Isaac Duarte,
de sesenta y tres años de edad cayó aparatosamente en el suelo, su vida
se alejaba de él, pero no era su hora, aún no era su hora.
Ámbar trató de levantarse pero tomé su mano con rapidez,
ella no entendía que estaba sucediendo, pudo sentir, por primera vez , pero no
por última, la fría temperatura de mi mano sobre la suya, me miró fijamente a
los ojos preocupada y asustada, yo sólo tuve que decirle: No es su hora, es
sólo un infarto, él estará bien…
Ella, petrificada, observó por encima de mi hombro cómo
revivían al anciano y cómo mi predicción se cumplió al pie de la letra, Isaac
Duarte fue atendido y luego salió caminando del recinto. Ámbar empezó a sentir
miedo, no entendía lo que había sucedido. Para ese pequeño momento había sólo
una cosa que me preocupaba, que aquel evento no cambiase el sabor de su
chocolate, que no le diera un tono amargo a nuestra cándida conversación.
¿Cómo? - preguntó
estupefacta. Hay cosas que uno percibe,
fue una corazonada, nada más. Está demás decir que no creyó lo que le dije, así
que traté de seguir nuestra conversación.
Dime una cosa, yo ya te comenté que más que una pasión, yo
tengo un trabajo pero tú, dime, ¿Cuál es tu pasión?
Ella volvió un poco en sí – aunque sabía que aquella escena
nunca saldría de su mente – Volteó hacia la pared de vidrio que descubría al
trasnocho y se concentró en un punto fijo del panorama. Tomó aire y dijo algo
que nunca olvidaré: El cine.
El cine es vida y muerte, es un escape y a la vez un recordatorio
de que estamos aquí, en este mundo, por una razón. El cine es un arte
elevadísimo que enriquece el espíritu humano, ¿cómo no ser romántica sobre el
cine? Leone, Del Toro, Hitchcock, Tarantino, todos hacen que nuestro mundo se
mejor, ya sabes, contando esas historias que nos acompañan a todos lados...
Que te acompañan – respondí de manera tajante.
¿Qué acaso no recuerdas escenas en tu día a día? – preguntó ella
sorprendida.En realidad no, es que, verás, he conocido a muchos
directores pero nunca he tenido la oportunidad de ver una película, jamás he
entrado en una sala de cine.
Recuerdo que la expresión en su rostro varió y pasó desde la
incomprensión hasta la molestia, e incluso, un tanto de emoción… ella vio en
ese momento la oportunidad de hablarme de primera mano sobre lo que la hacía
sentir viva, ella pensó en ese instante en que fuésemos al cine, a ver una
película, mi primera película.
De un sorbo lleno de emoción terminó su chocolate y me miró
a los ojos. Vamos a ir al cine, quiero que veas por ti mismo todas esas cosas
que acabo de contarte, ¿tienes tiempo?
Aún no podía ir a mi trabajo, no era la hora, todavía podía
compartir más con aquella interesante persona, con Ámbar.
Caminamos con cierta prisa hacia las taquillas, fue en ese
entonces cuando sentí ese olor característico que se encuentra en las taquillas
de cine, el olor a palomitas de maíz recién hechas, debo confesar que ese olor
es único, creo que esa, mi primera ida al cine, comenzó de manera fantástica
sólo por ese humilde hilo de aroma alocado, de aroma a palomitas de maíz recién
hechas.
-Esta vez pagaré yo – dijo con entusiasmo.
Asentí con la cabeza y miré mi reloj de bolsillo con
detenimiento, aún quedaba tiempo.
Ámbar empezaba a hacer teorías alocadas sobre quién era yo,
escondido en el núcleo de su emoción por llevarme al cine, yacía un miedo
profundo a la única explicación lógica que ella encontraba sobre lo sucedido en
Kakao, ¿qué crees tú, querido lector? ¿Quién soy?
Entramos a la sala.
El silencio era total.
Las butacas de color rubí esperaban ansiosas.
No sabía qué esperar de aquella situación, me senté y vi en
frente de mi, serena, a la gran pantalla. Y rayos, sí que tienen razón, es una
gran pantalla.
De pronto escuche un sonido que provenía desde la parte
posterior de la sala, “Clack, Clack, Clack” El proyector había comenzado a
enviar ese delgado rayo de luz mágico hacia la pantalla, ese fue el momento en
el que todo comenzó.
Por una hora y cuarenta y cinco minutos estuve inmóvil, mi cuerpo se vio atado a la cómoda silla, mi
mente voló de aquí para allá, de pronto sentí cómo la música me atrapaba, cómo
los sonidos daban vueltas en círculo cual acto ritual de esos antiguos que ya
no puedo ver. La verdad parecía estar en ese rectángulo gigante, perdí noción
del espacio, pues éste se transformó en aquello que me mostraba el proyector, y
perdí la noción del tiempo, pues fue la hora y cuarenta y cinco minutos más
corta de toda mi existencia. No podía creer lo que estaba viendo.
Una forma de expresión
tan pura y entretenida, tan increíblemente compleja y a la vez sencilla ¿Cómo
era posible aquello? ¿Cómo era posible que después de tantas cosas, de tantos
trabajos, de tanta monotonía, yo encontrase algo que me hiciera sentir, sentir
algo, una vez más?
Los créditos pasaban y yo estaba de pie, no sé por qué
estaba de pie, pero, lo estaba. Mi impresión se apoderó de mi cuerpo y lo hizo
danzar al son de esas imágenes en movimiento. Todo lo que alguna vez creí,
estaba cambiando. Pasión… ¿Será posible?.
Ámbar esperaba de pie a mi lado, ella sabía que el impacto
que acababa de recibir había sido profundo, muy profundo, y con un risita nerviosa
me dijo – Esa es mi más grande pasión en la vida-
Yo, aturdido e impresionado salí caminando poco a poco de la
sala, sólo con la esperanza de volver a entrar, de volver a presenciar dicha
manifestación del arte humano. Vi mi reloj de bolsillo, ya era hora, tenía que
ir al trabajo.
Caminé junto a Ámbar, atravesamos el Trasnocho y no dijimos
ni una palabra, yo sabía que ella estaba muy nerviosa, e incluso, un tanto
triste. Creo que, por mucho que me esfuerce en ocultar mi verdadera identidad,
los humanos siempre sabrán que estoy ahí, cerca, acechando desde mi humilde
pasillo de lecturas en ese cementerio del saber que llaman librería.
Llegamos hasta nuestro punto inicial, la entrada de El
Buscón. Ahí, frente a ella, entendí por qué me la había encontrado aquel día,
supe que era una especie de mensaje, una alianza entre ellos y yo, la idea de
que cada vida tiene un propósito, una búsqueda y que todo comienza con pasión.
Ella no sabía qué decir ni qué hacer, entonces fue cuando se
dio cuenta de la verdad.
El viejo irlandés venía saliendo de El Buscón, era mucho más
temprano que de costumbre, pues, él ya no volvería jamás. Lo vi a los ojos y le
pregunté: ¿Estás listo O’Banner? , Él me
vio a los ojos y asintió. Entonces aproveche ese momento para darle un abrazo a
Ámbar y para darle, desde luego, las gracias por esa pequeña vista al mundo de
las pasiones y de los sueños.
Pude sentir una profunda tristeza en su corazón, Ámbar tenía
los ojos llenos de lágrimas. Aún así, no puedo hacer nada, nunca he podido, es
mi trabajo y forma parte de un ciclo inquebrantable, es lo que debe ser.
Empecé a caminar hacia la salida con el viejo Irlandés y de
pronto sentí un pequeño cosquilleo, un destello de candidez.
Irlandés – dije- El viejo se volteó y me miro fijamente, ¿Cuántas películas has visto en tu vida? – pregunté.
Su respuesta fue una de las más hermosas que jamás nadie me
haya dado.
“Muchas”. – dijo, mientras una leve sonrisa se dibujaba en su rostro – y con
firmeza siguió caminando a mi lado hasta el fin.
Una vez más me enfrento a esta bendición, a una tarea que,
si bien es muy controversial, debe ser llevada a cabo. Es mediodía y me
pregunto, ¿Será posible que el sol deje de ponerse en lo más alto del cielo?
¿Podrá ser roto alguna vez el ciclo de lo inevitable? Por supuesto, querido
lector, debo decirte que no soy yo quien trae las respuestas en este humilde escrito,
no soy yo quien decide, y no eres tú quien está condenado de por vida al miedo.
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