Monday, June 6, 2011

Galloway y el ascensor


No puedo describir el horror que sentí al ver a Galloway muerto en el suelo de aquel oxidado elevador. Les mentiría si les dijera que estoy en pena, pues, era un monstruo y se lo merecía, pero no de ese modo, no así.

Una tarde de abril, un hombre alto de piel blanca y ojos negros se encontraba esperando serenamente el ascensor en una vieja torre olvidada ya por aquellos que huyen del destino. Galloway era su nombre, vestía un traje azul marino impecable, unos zapatos que daban un toque de elegancia único a su porte y un pañuelo blanco que pretendía ser esperanza en la caja de pandora que era aquel individuo. A su lado yacía el cadáver de una pequeña niña de cabellos negruzcos y ojos de zafiro, Amanda era su nombre. Nadie se acercó a él esa tarde pues el crimen ya había sido cometido, sus manos como rubíes adornaban aquella escena tétrica, la espera del ascensor.

Gota a gota se inundaba el piso de ese pasillo maldito, segundo tras segundo la sangre de aquella indefensa niña se perdía en la alfombra temerosa bajo los pies del asesino. No existía brillo alguno en su mirada, Galloway la había matado y ahora preparaba su escape, su salida triunfal. De pronto un sonido agudo anunció la llegada de su fin; las puertas doradas se abrieron y él, sin vacilar, entró arrastrando el cuerpo mutilado de la dulce infante en la cabina de su propia muerte, la cabina de aquel oxidado elevador.

Una vez adentro marcó el botón que lo llevaría al Averno. La ingeniería hizo su trabajo y la máquina empezó a descender, Galloway sereno se regocijaba con la idea de que, al fin lo había logrado, había asesinado a esa niña que lo perseguía día y noche, a esa criatura endemoniada que no lo dejaba dormir, que no lo dejaba soñar. De pronto un chirrido insoportable detuvo las tuercas y el descenso, las luces ya no estaban y el asesino se encontraba solo, en completa y total oscuridad.

-¿Qué demonios sucede aquí? – se preguntó a sí mismo. – ¿Puede alguien escucharme? – pero ningún sonido parecía tener piedad de él. Encerrado en una vieja cabina de ascensor, Galloway se dio cuenta de que tarde o temprano el espectro de aquella niña ensangrentada vendría por él para atormentarlo, para cobrar venganza. La oscuridad se hacía profunda, el desgraciado hombre podía escuchar su propia respiración y sólo alcanzaba a ver el rostro lúgubre de Amanda quién llorando y riendo lo asechaba desde el otro lado del ascensor.

Una gota fría de sudor recorría la espalda del asesino mientras presenciaba la lenta agonía de su víctima justo frente a sus ojos. La oscuridad esclarecía ante los gemidos de Amanda, la noche y el día no tenían sentido ya; el calor de aquella cabina infernal se hacía cada vez más y más intenso; la máquina que alguna vez fue, ya no era, nunca lo había sido.

Entonces, un sonido sordo, un grito de angustia llenó el diminuto espacio entre la víctima y el victimario, un grito de terror, un vociferante alarido que venía desde el otro lado de la cabina. Galloway se levantó y sin pensarlo empezó a darle golpes de rabia y terror al espejo invisible de aquel ascensor para encontrar sólo el rostro de Amanda roto, mutilado en el piso, en sus manos. La sangre cubría el suelo de lo que alguna vez fue su genial artefacto de escape, los delicados rubíes inundaba aquel espacio como si sus miedos hubiesen colmado la copa de su existir y Amanda seguía ahí, muerta, pero disfrutando de su venganza.

Galloway no lo pudo resistir más y empezó a dar brincos de locura, ternura y terror. El cuerpo de Amanda se levanto y tomó su mano, él no podía ver nada pero podía sentirlo todo.

No puedo describir el horror que sentí al ver a Galloway muerto en el suelo de aquel oxidado elevador. Les mentiría si les dijera que estoy en pena, pues, era un monstruo y se lo merecía, pero no de ese modo, no así. Esa noche, en la madrugada, lograron abrir la cabina, Galloway había muerto de un ataque al corazón, el doctor dijo que había sido un ataque de pánico, yo creo que murió de culpa. Mi cuerpo nunca fue encontrado aunque yo sigo aquí, esperando a los culpables, mutilando a los endemoniados, siempre a oscuras, siempre en la cabina de este oxidado ascensor.

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