Sunday, August 10, 2014

Gota de luz ámbar




Ahí estaba la colina, cubierta por un verde oscuro que se repetía de vez en cuando por esas épocas del año. La brisa bailaba, cruzaba sin pena desde la parte plana del campo hasta la cima, allá donde estaba la casita del joven misterioso, ya sabes, del joven ese que siempre podías encontrar en las bocacalles de la ciudad merodeando en busca de botellas.

¿Botellas? – preguntó Jorge.

Sí, botellas de vidrio de distintas formas y tamaños. Verás, ese muchacho no era común, y rara vez te toparás con alguien así en la vida. Él era, ¿Cómo decirlo? Particular.

Te he dicho que vivía en la cima de la colina lejos en el campo. Pero aún no te he contado de su casa, ni de sus sueños.

Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Jorge. Su abuelo apagó la luz del cuarto y dejó sólo la luz tenue de la lamparita que está sobre la mesa de noche.

Jorge se arropó. Sus dedos descalzos y fríos jugueteaban con la sábana de lana que le regalaron no hace mucho.

La casa del joven era de madera, como todas las de aquel país antiguo, y tenía un perro muy bonito, su nombre era Toro, un pastor alemán fuerte y gruñón. Su vida giraba entorno a una cosa, y sólo a una, él estaba decidido a atrapar una gota de luz ámbar.

¿Qué es eso? – preguntó el niño.

Una gota de luz ámbar es un regalo de Dios. Cuenta el cuento que hace muchísimos años el sol enfurecido mando un penetrante rayo de luz por el universo, éste rayo solitario le dio la vuelta treinta y siete veces al cosmos hasta que un día se topó con la tierra, con nuestra tierra, entró en ella en medio de una terrible tormenta y chocó con el corazón de una gota de agua pura. La gota absorbió la ira del sol y la magia de la luz ámbar y se convirtió en un regalo único que muy pocos logran obtener, la gota de luz ámbar.

Pronto va a llover, Toro.

El perro movió sus pequeños ojos para ver a su amo.

Pronto va a llover y tendremos otra oportunidad.

Toro gruñó casi como si desaprobara el entusiasmo del joven.

La casa de madera en lo alto de la colina era el sitio donde ellos vivían. La casucha había sido desmantelada por el joven para poder cumplir su cometido. No tenía techo, y todas las habitaciones estaban repletas de frasquitos de vidrio de distintas formas y colores. Los dos amigos inseparables esperaban las tormentas, las lloviznas, e incluso los rocíos de la mañana para así intentar atrapar una de esas mágicas gotas.

Verás, nieto mío, dicen los gitanos de la montaña que quien posee una gota de luz ámbar es capaz de volver en el tiempo a un recuerdo preciado para vivirlo una y otra vez proyectado hasta el infinito.

Sé que te molesta que no te haya dado tus chuletas aún, pero está apunto de llover. Está a punto de llover.

Toro gruñó una vez más.

¿Sabes algo, Toro? Creo que estás empezando a dudar de todo esto. No puedes dudar, es real, yo lo sé, es real. Hace un par de años en los callejones escuché a un grupo de señores hablando sobre el señor Sörenjorg de Suecia. Dicen que él tiene ciento dos años de edad y que ha atrapado dos gotas. ¡Dos! ¿puedes creerlo?

Toro miró hacia el frente con expresión de tedio.

Y… y… también está el caso del niño Ferguson, ese te lo sabes. Él atrapó una por error, pero la atrapó, y decidió volver al momento en el que abrió su primera barra de chocolate wonka.

Las nubes comenzaron a sonar. La tormenta estaba cerca.

El niño sigue siendo niño, y es uno de los más felices. Ya tú sabías eso...

Toro no emitió ni el más mínimo de los sonidos.

Esta vez la atraparemos. Estoy seguro.

¿Y la atrapó? – preguntó Jorge emocionado.

¿Que si la atrapó?

La primera gota cayó en un frasco verde de esos elegantes que se usan para guardar el aceite de las olivas.

La segunda en uno rojo que pertenecía a una fina dama de los altos lores.

La tercera cayó lejos en la pradera.

Toro se levantó, sus orejas puntiagudas ahora estaban alerta.

El joven se puso de pie, levanto la cara, abrió los brazos y dejó que la lluvia lo cubriera como si se tratase de una manta, de una manta hecha con cariño.

Toro empezó a olfatear el suelo y a revisar poco a poco los frascos.

El muchacho estaba ahí, indefenso contra la magnificencia del mundo, como una pieza mínima en un enorme tablero de ajedrez. Él estaba ahí, lleno de sueños, de recuerdos, de amor.

La lluvia llegó esa vez acompañada del rayo y de los truenos. Con el tiempo Toro se acostumbró a eso, pero no fue fácil.

Y fue entonces que ocurrió.

El sol empezaba a salir a lo lejos, descubriendo al horizonte y a todos sus secretos. El verde oscuro de la madrugada plana se transformaba en un azul sombrío lleno de neblina y de vida también. Entonces el muchacho logro ver un rayo de luz que cruzó el cielo con un color distinto, éste no era azul, ni oscuro, ni como cualquier otro que él haya visto antes, aquel rayo fue de color ámbar y estaba lleno de ira.

El muchacho sintió el colapso del rayo y el corazón.

Corrió hacia la cocina a toda velocidad pero sin tumbar un solo frasco y de un brinco cayo justo en frente de la botella azul y vio cómo lentamente una gota de luz ámbar cayó suave dentro de la misma.

Toro no paraba de ladrar.

Sus ladridos eran opacados por la sinfonía que generaban el agua, el viento y la madera.

El joven tomó el frasco con su temblorosa mano derecha y vio su interior. Un destello increíble dorado que parecía tener vida propia, un calor único y un silbido fugaz.
¿Y qué decidió hacer con ella abuelo? ¿La guardó? ¿qué…?

El abuelo sonrío. Es curioso, es muy curioso lo que hizo.

Toro daba brincos de alegría.

La lluvia continuaba.

Toro, llegó la hora – Dijo el muchacho.

Tomó el frasco y dejó caer la gota sobre su frente.


Las mesitas estaban perfectamente decoradas. Tenían, como siempre, las servilletas de tela puestas en frente de cada puesto y los elegantes mesoneros esperaban a que llegaran más y más comensales.

El brillo particular de las lámparas de cristal que colgaban sobre el techo sólo dejaban ver las intenciones de aquellos que tuviesen ojos de niños, ojos grandes y llenos de curiosidad. El aroma a risotto y a croquetas de mero era suave pero encantador y en el medio de todo esto, ahí, en la mesa del centro estaba sentado Gabriel, un joven que había ganado una cena en aquel sitio maravilloso de la ciudad.

Era su primera vez en un ambiente como ese, era la primera vez que no estaba acompañado por su mejor amigo, Toro, así que tendría que observar a los demás para poder pasar como un muchacho de buenos modales y educación prolija.

¡Cuánta alegría! ¡Cuánta alegría!

De pronto, un aroma diferente golpeó el alma de este muchacho, era una esencia extraña y dulce, como chocolate pero con un poco de... bueno, de algo más y entonces, la vio.

El aroma pertenecía a una muchacha que estaba sentada un tanto lejos pero a la derecha de Gabriel. Sus ojos eran de color café y su cabello de un tono claro, como el ámbar. Ella vestía una blusa blanca, pantalones azules y zapatillas doradas. Era perfecta, era extraña, y Gabriel, Gabriel estaba perdido en el tiempo y en el espacio.

Trató de voltear su silla para quedar de frente a la joven pero no calculó bien su movimiento y cayó abruptamente al suelo. Fue en ese instante que ella dejó de hacer lo que estaba haciendo, escribiendo, o dibujando algo tal vez… y vio a Gabriel con cara de preocupación.

Esa fue la primera vez que cruzaron sus miradas. La sonrisa de ella era una obra de arte. Gabriel estaba apenado pero daba las gracias por haber podido tener ese contacto. Él se fijo el collar que llevaba ella, era un escapulario con un par de figuras religiosas pero no logró definirlas.

Gabriel se incorporó una vez más, sus piernas temblaban de pena y de emoción.

Comió como un rey aquella noche.

Ella siguió concentrada en lo que estaba haciendo.

Gabriel se debatió toda la velaba sobre si debía acercarse o si debía admirarla de lejos como lo estaba haciendo.

¿Y qué pasó?

Gabriel no se le acercó, la velada culminó y él volvió a casa feliz y triste a la vez.

Ese fue el momento que Gabriel eligió.

La gota de luz ámbar lo llevaba eternamente a esa noche de su caída magistral. A esa noche del perfume y la sonrisa, a esa noche de los ojos café.

Ese es el final de la historia, Jorge.

No puede ser…

Tiene que haber algo más, yo sé que sabes algo más, ¡por favor!

El abuelo de Jorge se puso de pie y vio por la ventana. Un rayo llenó el cielo de luz blanca por un instante…

Qué curioso, está a punto de llover.

El abuelo se aproximó a la ventana y la abrió con cuidado para dejar entrar el aroma a campo nocturno.

Hay una cosa más.

¡Lo sabía!

Gabriel descubrió… él descubrió que podía repetir ese momento mágico y que además podía cambiar un poco las cosas tal cual como sucedieron. La sonrisa de aquella muchacha le llenaba el alma de ternura pero, después de dos mil trescientas cuarenta y tres repeticiones, Gabriel decidió ponerse de pie y acercase a ella para preguntarle qué era lo que tanto hacia, para preguntarle sobre aquello que escribía o dibujaba.

La muchacha lo vio con ojos llenos de duda y le preguntó, ¿Te conozco?

Él quedó paralizado.

No, no – dijo tembloroso.

Es raro, he tenido este sueño muchas veces, y no logro entender por qué.

Gabriel ignoró aquello.

¿Qué es lo que haces? – preguntó.

Se supone que no debo mostrárselo a nadie, es un dibujo, verás, trato de dibujar este restaurante para luego hacer un pequeño modelo en casa.

¿Un modelo?

A escala, ya sabes, un modelo.

Gabriel entendió que el uso de la gota de luz ámbar tenía un precio muy importante. No sólo él repetiría ese momento. Todas las personas quedarían atrapadas por siempre en ese ciclo interminable de recuerdos revividos.

Gabriel la vio a los ojos, vio la pasión y la dedicación con la que aquella muchacha había trabajado en su diseño y la felicitó.

Está muy bonito

¿Tú crees? Yo lo veo un tanto incompleto…

Está incompleto, pero está bonito. Un sueño dices…

Sí, parezco soñar con este lugar todas las noches, no sé por qué…

Tranquila. Seguro es algo normal, probablemente dejes de soñarlo pronto. ¿Quién sabe?

La muchacha sonrío y Gabriel se despidió haciendo un gesto con su mano derecha.

Fue hasta su mesa y miró el cielo con detenimiento a través del elegante techo de vidrio.

Una lágrima corrió por su mejilla.

Gabriel quería quedarse ahí con ella en ese recuerdo para siempre pero eso representaría alejarla de su modelo y alejarla de su vida. Era un recuerdo, un recuerdo.

Entonces Gabriel se puso de pie y enunció las palabras de clausura…

Detén el tiempo que nos ha traído hasta acá, regresa con tu luz al centro del sol para que otro rayo nazca y cruce los cielos con ira.

Ese, ese es el verdadero final del cuento, Jorge.

Entonces Gabriel regresó a su casa de madera y ¿nada más?

Él regresó a su casa de madera y siguió con su vida.

¿Y ella?

Ella se transformó en una de las diseñadoras de modelos a escala más importantes del mundo.

¿Cómo lo sabes?

Esa es otra historia, mañana, si tenemos tiempo, te la contaré.

Abuelo…

Mañana… ahora anda a dormir, ya es muy tarde.

Gabriel cerró la ventana del cuarto de su nieto, apagó la lamparita que está sobre la mesa de noche y salió del cuarto con una pequeña sonrisa nostálgica en su rostro. 










Dedicado a todos los amaneceres lluviosos que nos descubren fugazmente felices.






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