Ahí estaba la
colina, cubierta por un verde oscuro que se repetía de vez en cuando por esas
épocas del año. La brisa bailaba, cruzaba sin pena desde la parte plana del
campo hasta la cima, allá donde estaba la casita del joven misterioso, ya
sabes, del joven ese que siempre podías encontrar en las bocacalles de la
ciudad merodeando en busca de botellas.
¿Botellas? –
preguntó Jorge.
Sí, botellas
de vidrio de distintas formas y tamaños. Verás, ese muchacho no era común, y
rara vez te toparás con alguien así en la vida. Él era, ¿Cómo decirlo?
Particular.
Te he dicho
que vivía en la cima de la colina lejos en el campo. Pero aún no te he contado
de su casa, ni de sus sueños.
Una leve
sonrisa se dibujó en el rostro de Jorge. Su abuelo apagó la luz del cuarto y
dejó sólo la luz tenue de la lamparita que está sobre la mesa de noche.
Jorge se
arropó. Sus dedos descalzos y fríos jugueteaban con la sábana de lana que le
regalaron no hace mucho.
La casa del
joven era de madera, como todas las de aquel país antiguo, y tenía un perro muy
bonito, su nombre era Toro, un pastor alemán fuerte y gruñón. Su vida giraba
entorno a una cosa, y sólo a una, él estaba decidido a atrapar una gota de luz
ámbar.
¿Qué es eso?
– preguntó el niño.
Una gota de
luz ámbar es un regalo de Dios. Cuenta el cuento que hace muchísimos años el
sol enfurecido mando un penetrante rayo de luz por el universo, éste rayo
solitario le dio la vuelta treinta y siete veces al cosmos hasta que un día se
topó con la tierra, con nuestra tierra, entró en ella en medio de una terrible
tormenta y chocó con el corazón de una gota de agua pura. La gota absorbió la
ira del sol y la magia de la luz ámbar y se convirtió en un regalo único que
muy pocos logran obtener, la gota de luz ámbar.
Pronto va a
llover, Toro.
El perro
movió sus pequeños ojos para ver a su amo.
Pronto va a
llover y tendremos otra oportunidad.
Toro gruñó
casi como si desaprobara el entusiasmo del joven.
La casa de
madera en lo alto de la colina era el sitio donde ellos vivían. La casucha
había sido desmantelada por el joven para poder cumplir su cometido. No tenía
techo, y todas las habitaciones estaban repletas de frasquitos de vidrio de
distintas formas y colores. Los dos amigos inseparables esperaban las
tormentas, las lloviznas, e incluso los rocíos de la mañana para así intentar
atrapar una de esas mágicas gotas.
Verás, nieto
mío, dicen los gitanos de la montaña que quien posee una gota de luz ámbar es
capaz de volver en el tiempo a un recuerdo preciado para vivirlo una y otra vez
proyectado hasta el infinito.
Sé que te
molesta que no te haya dado tus chuletas aún, pero está apunto de llover. Está
a punto de llover.
Toro gruñó
una vez más.
¿Sabes algo,
Toro? Creo que estás empezando a dudar de todo esto. No puedes dudar, es real,
yo lo sé, es real. Hace un par de años en los callejones escuché a un grupo de
señores hablando sobre el señor Sörenjorg de Suecia. Dicen que él tiene ciento
dos años de edad y que ha atrapado dos gotas. ¡Dos! ¿puedes creerlo?
Toro miró
hacia el frente con expresión de tedio.
Y… y… también
está el caso del niño Ferguson, ese te lo sabes. Él atrapó una por error, pero
la atrapó, y decidió volver al momento en el que abrió su primera barra de
chocolate wonka.
Las nubes
comenzaron a sonar. La tormenta estaba cerca.
El niño sigue
siendo niño, y es uno de los más felices. Ya tú sabías eso...
Toro no
emitió ni el más mínimo de los sonidos.
Esta vez la
atraparemos. Estoy seguro.
¿Y la atrapó?
– preguntó Jorge emocionado.
¿Que si la
atrapó?
La primera
gota cayó en un frasco verde de esos elegantes que se usan para guardar el
aceite de las olivas.
La segunda en
uno rojo que pertenecía a una fina dama de los altos lores.
La tercera
cayó lejos en la pradera.
Toro se
levantó, sus orejas puntiagudas ahora estaban alerta.
El joven se
puso de pie, levanto la cara, abrió los brazos y dejó que la lluvia lo cubriera
como si se tratase de una manta, de una manta hecha con cariño.
Toro empezó a
olfatear el suelo y a revisar poco a poco los frascos.
El muchacho
estaba ahí, indefenso contra la magnificencia del mundo, como una pieza mínima
en un enorme tablero de ajedrez. Él estaba ahí, lleno de sueños, de recuerdos,
de amor.
La lluvia
llegó esa vez acompañada del rayo y de los truenos. Con el tiempo Toro se
acostumbró a eso, pero no fue fácil.
Y fue
entonces que ocurrió.
El sol
empezaba a salir a lo lejos, descubriendo al horizonte y a todos sus secretos.
El verde oscuro de la madrugada plana se transformaba en un azul sombrío lleno
de neblina y de vida también. Entonces el muchacho logro ver un rayo de luz que
cruzó el cielo con un color distinto, éste no era azul, ni oscuro, ni como
cualquier otro que él haya visto antes, aquel rayo fue de color ámbar y estaba
lleno de ira.
El muchacho
sintió el colapso del rayo y el corazón.
Corrió hacia
la cocina a toda velocidad pero sin tumbar un solo frasco y de un brinco cayo
justo en frente de la botella azul y vio cómo lentamente una gota de luz ámbar
cayó suave dentro de la misma.
Toro no
paraba de ladrar.
Sus ladridos
eran opacados por la sinfonía que generaban el agua, el viento y la madera.
El joven tomó
el frasco con su temblorosa mano derecha y vio su interior. Un destello
increíble dorado que parecía tener vida propia, un calor único y un silbido
fugaz.
¿Y qué
decidió hacer con ella abuelo? ¿La guardó? ¿qué…?
El abuelo
sonrío. Es curioso, es muy curioso lo que hizo.
Toro daba
brincos de alegría.
La lluvia
continuaba.
Toro, llegó
la hora – Dijo el muchacho.
Tomó el frasco
y dejó caer la gota sobre su frente.
Las mesitas
estaban perfectamente decoradas. Tenían, como siempre, las servilletas de tela
puestas en frente de cada puesto y los elegantes mesoneros esperaban a que
llegaran más y más comensales.
El brillo
particular de las lámparas de cristal que colgaban sobre el techo sólo dejaban
ver las intenciones de aquellos que tuviesen ojos de niños, ojos grandes y
llenos de curiosidad. El aroma a risotto y a croquetas de mero era suave pero
encantador y en el medio de todo esto, ahí, en la mesa del centro estaba
sentado Gabriel, un joven que había ganado una cena en aquel sitio maravilloso
de la ciudad.
Era su
primera vez en un ambiente como ese, era la primera vez que no estaba
acompañado por su mejor amigo, Toro, así que tendría que observar a los demás
para poder pasar como un muchacho de buenos modales y educación prolija.
¡Cuánta
alegría! ¡Cuánta alegría!
De pronto, un
aroma diferente golpeó el alma de este muchacho, era una esencia extraña y
dulce, como chocolate pero con un poco de... bueno, de algo más y entonces, la
vio.
El aroma
pertenecía a una muchacha que estaba sentada un tanto lejos pero a la derecha
de Gabriel. Sus ojos eran de color café y su cabello de un tono claro, como el
ámbar. Ella vestía una blusa blanca, pantalones azules y zapatillas doradas.
Era perfecta, era extraña, y Gabriel, Gabriel estaba perdido en el tiempo y en
el espacio.
Trató de
voltear su silla para quedar de frente a la joven pero no calculó bien su
movimiento y cayó abruptamente al suelo. Fue en ese instante que ella dejó de
hacer lo que estaba haciendo, escribiendo, o dibujando algo tal vez… y vio a
Gabriel con cara de preocupación.
Esa fue la
primera vez que cruzaron sus miradas. La sonrisa de ella era una obra de arte.
Gabriel estaba apenado pero daba las gracias por haber podido tener ese
contacto. Él se fijo el collar que llevaba ella, era un escapulario con un par
de figuras religiosas pero no logró definirlas.
Gabriel se
incorporó una vez más, sus piernas temblaban de pena y de emoción.
Comió como un
rey aquella noche.
Ella siguió
concentrada en lo que estaba haciendo.
Gabriel se debatió
toda la velaba sobre si debía acercarse o si debía admirarla de lejos como lo
estaba haciendo.
¿Y qué pasó?
Gabriel no se
le acercó, la velada culminó y él volvió a casa feliz y triste a la vez.
Ese fue el
momento que Gabriel eligió.
La gota de
luz ámbar lo llevaba eternamente a esa noche de su caída magistral. A esa noche
del perfume y la sonrisa, a esa noche de los ojos café.
Ese es el
final de la historia, Jorge.
No puede ser…
Tiene que
haber algo más, yo sé que sabes algo más, ¡por favor!
El abuelo de
Jorge se puso de pie y vio por la ventana. Un rayo llenó el cielo de luz blanca
por un instante…
Qué curioso,
está a punto de llover.
El abuelo se
aproximó a la ventana y la abrió con cuidado para dejar entrar el aroma a campo
nocturno.
Hay una cosa
más.
¡Lo sabía!
Gabriel
descubrió… él descubrió que podía repetir ese momento mágico y que además podía
cambiar un poco las cosas tal cual como sucedieron. La sonrisa de aquella
muchacha le llenaba el alma de ternura pero, después de dos mil trescientas
cuarenta y tres repeticiones, Gabriel decidió ponerse de pie y acercase a ella
para preguntarle qué era lo que tanto hacia, para preguntarle sobre aquello que
escribía o dibujaba.
La muchacha
lo vio con ojos llenos de duda y le preguntó, ¿Te conozco?
Él quedó
paralizado.
No, no – dijo
tembloroso.
Es raro, he
tenido este sueño muchas veces, y no logro entender por qué.
Gabriel
ignoró aquello.
¿Qué es lo
que haces? – preguntó.
Se supone que
no debo mostrárselo a nadie, es un dibujo, verás, trato de dibujar este
restaurante para luego hacer un pequeño modelo en casa.
¿Un modelo?
A escala, ya
sabes, un modelo.
Gabriel
entendió que el uso de la gota de luz ámbar tenía un precio muy importante. No
sólo él repetiría ese momento. Todas las personas quedarían atrapadas por
siempre en ese ciclo interminable de recuerdos revividos.
Gabriel la
vio a los ojos, vio la pasión y la dedicación con la que aquella muchacha había
trabajado en su diseño y la felicitó.
Está muy
bonito
¿Tú crees? Yo
lo veo un tanto incompleto…
Está
incompleto, pero está bonito. Un sueño dices…
Sí, parezco
soñar con este lugar todas las noches, no sé por qué…
Tranquila.
Seguro es algo normal, probablemente dejes de soñarlo pronto. ¿Quién sabe?
La muchacha
sonrío y Gabriel se despidió haciendo un gesto con su mano derecha.
Fue hasta su
mesa y miró el cielo con detenimiento a través del elegante techo de vidrio.
Una lágrima
corrió por su mejilla.
Gabriel
quería quedarse ahí con ella en ese recuerdo para siempre pero eso
representaría alejarla de su modelo y alejarla de su vida. Era un recuerdo, un
recuerdo.
Entonces Gabriel
se puso de pie y enunció las palabras de clausura…
Detén el
tiempo que nos ha traído hasta acá, regresa con tu luz al centro del sol para
que otro rayo nazca y cruce los cielos con ira.
Ese, ese es
el verdadero final del cuento, Jorge.
Entonces Gabriel
regresó a su casa de madera y ¿nada más?
Él regresó a
su casa de madera y siguió con su vida.
¿Y ella?
Ella se
transformó en una de las diseñadoras de modelos a escala más importantes del
mundo.
¿Cómo lo
sabes?
Esa es otra
historia, mañana, si tenemos tiempo, te la contaré.
Abuelo…
Mañana… ahora
anda a dormir, ya es muy tarde.
Gabriel cerró
la ventana del cuarto de su nieto, apagó la lamparita que está sobre la mesa de
noche y salió del cuarto con una pequeña sonrisa nostálgica en su rostro.
Dedicado a todos los amaneceres lluviosos que nos descubren fugazmente felices.
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