Este
relato en particular me hace sentir triste pues trae ideas del pasado que
deberían quedar por siempre enterradas entre los escombros de mis recuerdos, ya
sabes, entre los montones de ideas horrorosas con las que he sido condenado a
vivir. Una vida llena de ilusiones gigantescas, un tiempo inflexible que
siempre está presente y atento para desgarrar el tejido fundamental de nuestro
moribundo espacio. Un miedo infinito a quedar por siempre atrapado en el reino
de esta criatura que me persigue desde que tengo uso de razón.
Y, por
supuesto, este llamado fuerte pero reservado a aquellas almas maravillosas que
están allá afuera, lejos de la pesadilla que es vagar en esta mente monstruosa.
A aquellas personas que no sienten miedo, a aquellos que están ahí, indolentes
e incrédulos.
Hace no
mucho tiempo decidí caminar por el bosque que se encuentra detrás de la casita
de la señora Alana. Mi madre siempre me advirtió sobre el bosque, ella me dijo
que en él habitaba una criatura espantosa cuyo origen era incierto y cuyo fin
era el horror.
Yo nunca
creí sus historias. Siempre pensé que se trataba de algún argumento para que
los niños del pueblo no se escapasen a explorar aquel lugar desconocido y
aunque no creía las historias de mi mamá, me tomó setenta y cuatro años tomar
la decisión de aproximarme un poco a los gigantescos cedros y a los insectos
que ahí habitaban.
Una
criatura tan terrible no puede habitar en un bosque tan bonito, ¿No crees?
Siempre
he creído que vivimos en una constante pesadilla. No me mal interpretes, por
favor, no me refiero a que nuestra realidad sea precaria o terrible. Me refiero
a que el mundo es un lugar lleno de bosques oscuros e historias aterradoras. El
mundo está lleno de monstruos.
Avancé
guiándome por un sonido bastante extraño, parecía como si alguien hubiese
estado preparando una fogata, ya sabes, ese sonido particular que hace la
madera cuando se quiebra por la presencia de llama. Me guiaba por el sonido y
por el olor a madera ahumada.
Seguí
aquel sonido tanto como pude.
Seguí
aquel sonido tanto que no recuerdo los detalles.
Lo seguí
y llegué entonces a la entrada de lo que parecía ser una cueva olvidada por el
tiempo y por los hombres, y en la entrada de la cueva había una figura, un
figura humana.
Era un
joven de unos aproximadamente, treinta y dos años. Él estaba de pie frente a la
entrada de la cueva. Caminé y me detuve a su lado. Sus ojos miraban fijamente
el interior de la estructura natural como si él hubiese podido ver algo en la
inmensidad de aquel abismo oscuro.
Por
alguna razón que no logro comprender, sentí que no debía enunciar palabra
alguna. Sentí que romper la mirada de aquel joven podría significar algo
terrible tanto para él como para mi. Sentí, en ese momento, la sensación más
extraña, que aquel hombre no podría responderme. Que él no estaba ahí, que veía
hacia el interior de la cueva porque no había nada más que él pudiera hacer.
Estaba
solo.
Probablemente,
muerto.
Di un
par de pasos hasta la línea que dividía el mundo que apenas comenzaba a
explorar de la eterna oscuridad húmeda que era aquel sitio tenebroso y entonces
escuché con detenimiento.
La
madera sollozante seguía presente. El sonido provenía del interior de la cueva.
Di un
par de pasos más hacia el frente, y entonces, la oscuridad plena se apoderó de
mi y de mis pensamientos.
No había
vuelta atrás.
Nunca
había sentido un ambiente así en mi vida. El aire era pesado y gélido. Como si
se tratase de una gran bóveda de algún tipo o una fosa enorme donde el viento
no prospera. El suelo se sentía blando y resbaloso.
Traté de
caminar apoyado sobre una de las paredes. No podía ver nada, la luz del mundo
que había dejado atrás no se atrevía a entrar. Yo sabía que la luz era tímida,
y sabía que aquel joven de la entrada nunca volvería a sonreír. Yo debía
encontrar el origen de aquel sonido infernal.
Caminé
lo que calculo fueron aproximadamente tres mil doscientos cincuenta y sitie
pasos en la total y plena oscuridad. Avancé un poco más.
Entonces,
a lo lejos, un tímido color apareció.
Era un
tono de ámbar suave.
Tan
suave que parecía ser una ilusión del pasado pero a medida que avancé el
delicado color se hizo más y más evidente. El origen del mismo, me dejó
completamente paralizado.
La cueva
tenía justo en ese punto una compleja estructura de madera construida para lo
que parecía el propósito de mantener la roca firme y de pie. Parecía el
comienzo de una gigantesca mina de diamantes, o de una construcción muy
antigua; y fue entonces cuando lo escuché.
Una
cadena de notas musicales se escondía por debajo del crujir constante de la
madera moribunda. Era un piano cuyo origen desconocía. Un sonido latente que
escuchaban aquel instante por primera vez. Una sensación de lejanía que se
acercaba a mi con una furia incomparable.
Entonces
afiné un poco más la vista pues ya había pasado un buen rato en la oscuridad y
logré definir a lo lejos la forma de otro ser que me acompañaba en el abismo.
Estaba de espalda, tocaba el piano.
Su
cuerpo era delgado, estaba cubierto por una tela brillante de color esmeralda
intenso. Las notas eran tristes, probablemente las más tristes que jamás haya
escuchado. La criatura – como la llamé – tocaba y yo sólo la observaba. No
quería que aquel momento culminase pues nuestros miedos parecían no ser extraños
entre sí. Aquel ser de lo imposible tocando música para un extraño, para mi.
Di pasos
cautelosos para acercarme a él y escuché también entonces su respiración
ausente y un quejido perenne, los latidos de su raro corazón.
La
criatura se detuvo.
La cueva
y mi alma quedaron en absoluto silencio.
La
criatura se puso de pie.
Era,
probablemente, tres veces más alta que yo. Sus brazos eran largos y pálidos
como la nieve y su rostro era de piedra y oro, sentí como si la cueva misma
viviese a través de aquel ser espeluznante.
Dio un
par de pasos adelante.
Se
inclinó y quedamos cara a cara.
El
monstruo y yo.
El
fuego, el crujir, era su voz. No había nada mas que yo pudiese hacer, aquella
era mi hora, yo no quería avanzar más. Entonces la bestia colocando su mano
gélida sobre mi pecho, me preguntó…
¿A qué
le temes más en el mundo?
Tragué
saliva lentamente.
Mis
piernas temblaban sin control.
A la
nada – Respondí.
Yo soy
la nada – dijo él
Entonces
a ti es a lo que más le temo en el mundo.
El oro
incrustado en mi rostro son los tesoros de mil y un hombres que buscaron con
terror su salvación en lo más profundo de esta cueva.
El oro
no me importa.
Los
ropajes que llevo son los caminos perdidos de las almas que bajo este mismísimo
suelo reposan.
He
estado perdido toda mi vida.
Y esta
voz quebrada el dolor de tantos otros como Alana.
El dolor
es inevitable.
¿Quién
eres viajero de todas las respuestas? – preguntó entonces la bestia.
No sé
quién soy y en este camino perdido y oscuro, después de setenta y cinco años
vengo a verme en tu rostro monstruoso para darme cuenta de que aún vagando por
esta cueva terrible puedo enfrentar los miedos que duermen en la oscuridad. No
conozco la envidia ni el rencor, tampoco temo a las amenazas de los vivos que
miran fijamente hacia la oscuridad sin saber que en realidad ellos ya han
muerto.
Toma
pues mi lugar y déjame andar allá donde la luz se hace tenue y las criaturas
danzan ignorantes.
No
podría – dije.
Pues soy
más que la nada y este, este es tu lugar.
Entonces
la bestia se dio media vuelta, se sentó y siguió tocando la melodía triste que
tanto le hacía recordar aquellos tiempos en los que fue algo o alguien.
La
criatura, espléndida en sus ropajes esmeralda desapareció entre las sombras
sollozantes de la caverna y mi alma quedó petrificada al sentir que ya nunca
más lo volvería a ver.
Entonces
desperté.
La luz
de la luna entraba por la tímida ventanita de mi habitación. Podía escuchar a
las criaturas del bosque, a la brisa de otoño que tumba las hojas naranjas,
podía sentir el frio de aquella madrugada y a lo lejos siempre presente estaba
el sonido del crujir inclemente, la melodía tímida del condenado de piedra y
oro.
Podía
escuchar, como siempre, la voz de la nada retándome, seduciéndome para que
alguna madrugada como esta, me decida y vaya hasta su ancestral aposento
terrible y tome su lugar, por siempre tocando el piano para los desdichados que
mueren sin saberlo.
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