- Perdido en la
miseria de un tiempo que no podré recobrar -
Ha pasado cierto
tiempo desde la última vez que pasé por acá. Lo sé. Pero prometí que volvería,
espero que hayas tomado eso en cuenta.
Cada celebración
de nuevo año me hace sentir más ligero, más alejado de la tierra y de mi mismo.
Es como si la corriente de los momentos pasados me llevara hacia un desenlace
trágico, inevitable.
Los colores
resonantes en el cielo, las risas conmovidas de las metas pocas que han sido y
las lágrimas tímidas de las metas que probablemente no serán jamás.
El tiempo nos
arrastra con fuerza y nos resta humanidad, poco a poco, terriblemente. Y ya ha
pasado casi medio año más, medio año y poco más de tres meses desde que volví
del viaje del cual les hablé a algunos pocos cercanos a la causa de mi familia.
La vida cansa por
el hecho de ser vida y la candidez se disipa sin dejar rastro alguno de que
alguna vez allí residió.
En enero tuve
oportunidad de, finalmente, comprar el tan codiciado pasaje de avión con
destino a Puerto Príncipe. El final de mi vida parece estar cerca y no podía
dejar este pequeño sitio de relatos sin el fragmento escuálido de lo que viví
en esa tierra foránea.
"Zanjosa"
es el apellido del hombre que me guió una vez allá y fue él también quién me dijo
por primera vez que la fijación que tengo con la muerte podía ser algo
peligroso estando en Haití. Mis miedos son muchos y muy profundos pero lo
oculto no forma parte de mis miedos, de hecho, lo oculto sólo funge de
combustible para el insano motor de mis curiosidades.
Zanjosa me llevó
en tiempo de una semana por las zonas que fueron más afectadas por el terremoto
de hace unos años atrás. Conocí gente humilde pero poderosa y hasta probé
comidas que en ciertas ocasiones pasadas juré que nunca intentaría probar.
Todo fue
interesante, como siempre lo ha sido.
Y por supuesto, el
Vudú fue una parte importante de mi visita. De hecho, el Vudú es la razón por
la que, desde hace diez años atrás, había querido ir a la isla.
Hace diez años mi
abuelo, hombre sabio y tenaz, me habló de un lugar terrible al que ningún
hombre cuerdo se atreve a ir y en el cual reside la prueba misma de que el
Diablo existe en este mundo terrenal nuestro. El lugar, me dijo, se llama
"Pont Des Anges" y está alto en la colina más alejada del centro de
Puerto Príncipe.
Como comprenderás,
ese pequeño comentario llenó mi mente de imágenes y sonidos que hasta hace unos
meses inundaban mis sueños placenteros y mis pesadillas también.
Zanjosa me
advirtió que una vez que yo entrase en aquel lugar nuestra amistad terminaría
para siempre. Y que sí salía con vida, él jamás podría volver a tener
contacto de ningún tipo con mi persona.
Todo esto ocurrió
previo a mi visita, por correos electrónicos y sé que tal vez pienses que es un
tanto radical pero no hay nada que aterre más a los haitianos que ese lugar.
"El infierno sobre la tierra" como me gustaba llamarlo.
El camino de
tierra es irregular bajo el sol inclemente del Caribe. A los lados de la vieja
y descuidada carretera los bateyes rodeados de sal y las tiendas hechas con
lona que dejaban ver las finas colecciones de animales desollados colgando de
los techos de las mismas.
Los negros te ven
pasar como si se tratase de tu funeral. No te ven a los ojos, parecen ver la
sombra que te ha seguido desde el día que naciste y ven también como esa sombra
avanza lentamente hacia su fin.
Un fin inevitable
para ti y para mi también.
A lo lejos se
divisa una construcción imponente que no parece haber sufrido daños por
la ira de la naturaleza pero que posee cicatrices profundas por los avatares
del tiempo. Una mansión como ninguna otra que haya visto antes, Pont des Anges.
Zanjosa tomó un
collar color rojo sangre y lo colocó sobre su pecho mientras el jeep
destartalado avanzaba hacia el lugar. Sus ojos llenos de terror me vieron por
última vez cuando me dijo que ahí dentro vive la criatura más peligrosa de esta
dimensión y que ni los Loa podrían ayudarme una vez adentro.
El jeep se detuvo.
Le di un abrazo
fuerte a mi amigo, le besé la frente y agradecí sus servicios de guía. No había
palabras para explicarle la sensación que tenía latente en mi pecho, la extraña
certeza de que entrar a ese lugar, de algún modo, sería caminar paso a paso
hacia mi destino, hacia una especie de reunión de mi conciencia con el fin de
mi vida.
Y así lo hice.
Oscuridad plena
rodeándome y un olor a madera moribunda que caía sobre mi como rocío de una
mañana veraniega.
Apreté el botón y
mi linterna iluminó la sala de la imponente edificación. Candelabros rotos,
mugre por doquier y una pesadez horrible, como si se tratase del calabozo en el
que murieron mil esclavos o la fosa en la que arrojaron sus cuerpos
desdichados. Pont des Anges es, de hecho, un lugar donde tus memorias son
aplastadas por la tragedia que es el envejecer y tus miedos minúsculos se ven
ante la historia horrorosa que soporta el peso de los tablones, de los pilares.
Todo eso lo
esperaba de aquel lugar.
Una casa embrujada
en la cima de la colina más apartada y más lúgubre.
Mis ojos se
impregnan con lágrimas.
Mis manos
tiemblan.
Yo no estaba
preparado.
Nadie lo está.
Un ruido leve
destrozó el silencio perfecto que me rodeó por horas en aquel lugar enorme.
Un ruido de pasos
tímidos que se aproximaban a mi por la derecha, por el pasillo que llevaba a lo
que alguna vez fue la cocina.
Pasos de un
criatura pequeña, lenta, torpe.
Mi linterna
apuntaba hacia el frente, hacías escalinatas putrefactas y mi corazón empezó a
latir más rápido que nunca.
No quería iluminar
el pasillo, no quería ver qué era aquello que se aproximaba con tanta
parsimonia.
Y entonces...
La escuché.
Un balbuceo
inteligible con una pureza inexistente y una aspereza casi absoluta.
Como el de un
humano que lucha por tomar aire, como el de un perro que se ahoga en el mar. Un
quejido, un lamento sordo.
Giré mi linterna
poco a poco
Los pasos
erráticos se aproximaban
Un gélido viento
se apoderó de la construcción, como si el monstruo del pasillo trajese consigo
a la muerte misma.
Entonces la vi.
Era una niña y
vestía un elegante pero desgastado vestido antiguo. Su piel era verdosa y su
cabello gris. Sus dedos estaban fuera de posición y sus pies llenos de sangre
coagulada dejaban un rastro de enfermedad y muerte detrás de ella pero lo que
más me impactó fueron sus ojos.
Unos ojos
cubiertos por una capa espesa transparente y sucia como parásitos alimentándose
de un manjar.
Caí al suelo de
golpe, temblando.
La niña, el
monstruo avanzaba vociferando el quejido, arrastrando toda la maldad del mundo,
cortando más y más sus pies contra la madera podrida del suelo.
Cerré los ojos.
Regresé a la
oscuridad plena, al único sitio donde me he sentido verdaderamente seguro desde
que tengo conciencia.
El olor a
enfermedad me golpeaba con fuerza los pulmones, mis lágrimas brotaban sin
parar.
Zanjosa tenía
razón.
Mi abuelo tenía
razón.
Entonces colocó su
garra sobre mi frente y gritó con fuerza desmedida una y otra vez
- Homme! -
- Homme! -
- Homme! -
Abrí los ojos y vi
directamente en los ojos de ese monstruo vi el dolor y la agonía de un ser
humano que había sido despojado para siempre de su mortalidad y vi el odio que
la mantenía caminando los pasillos olvidados de Pont des Anges. Sentí el horror
y la muerte, la nostalgia y la desesperación de una criatura que estaba ahí no
por la maldad del hombre sino por la voluntad de un Dios antiguo que no es
misericordioso, palpé la desesperanza y el abandono de una niña en las eras
infinitas de una isla poseída.
La criatura agarró
mi cara y pegó su frente contra la mía.
Ese era el
momento.
El momento que
tanto había esperado.
El momento de mi
muerte.
Acercó su boca y
la apretó contra mi pómulo izquierdo y dijo:
"Kúhhh...."
Me agarró fuerte
la cara, como aferrándose a una roca en lo alto de una montaña...
Me aferré con
todas mis fuerzas a su vestido, temblando, sangrando incluso.
"¡Kúhhhkenán!"
Un sonido agudo
pero constante marcaba la distancia entre mi cuerpo y el mundo de los que ya no
nos acompañan.
Abrí los ojos,
Zanjosa estaba ahí, a mi lado, sus manos estaban llenas de sangre. Había un
cuerpo a mi lado, parecía estar muerto.
¿Por qué no lo
estaba yo?
Resultó ser que
tuvimos un accidente en la carretera subiendo hacia la mansión. Una camioneta
que bajaba por la colina perdió el control y nos impactó de frente.
El conductor de
nuestro Jeep murió al instante, Zanjosa se fracturó el brazo derecho y yo sólo
tuve un par rasguños en la cara y una costilla rota.
Zanjosa me
advirtió que cosas malas le ocurren a las personas que se acercan a la mansión.
Aún así, no puedo sacar el recuerdo de aquella niña de mi mente, su aroma de
muerte, su sufrimiento y las palabras que me dijo.
Aprovecho este
pequeño momento para preguntarte, y espero que seas, como siempre, honesto
conmigo...
¿Qué sucedió en
Pont des Anges?
Necesito ayuda y
espero recibirla pronto. Por los momentos me retiraré, me dirijo a un lugar en
el que no podré acceder a internet para checkear que estés bien o para ver sí
has respondido a mi pregunta.
Me dirijo a
Venezuela, a un Tepuy llamado “Kukenán”, tal vez allá podré entender qué fue lo
que realmente me pasó aquella tarde en Pont des Anges.
Contigo siempre,
Donald.